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miércoles, 30 de abril de 2014

Sagasta XVII. Final: El soldado que se convirtió en hombre

Tras la toma en Barcelona a principios del treinta y nueve, Madrid se encontraba enfrascada en una guerra interna entre los que querían seguir combatiendo y los que estaban artos ya de la guerra. Sus dirigentes huyeron del país acobardados. Franco no aceptaba  ninguna condición en la rendición, después  de meses de tiras y aflojas Madrid se rindió, era el momento de volver a casa y reunirme con los míos, que habían vivido la guerra tras la línea enemiga.



Llegué a la ciudad, junto a dirigentes políticos, demás combatientes y civiles que huyeron cuando la guerra estalló. Pronto me dirigí al barrio que me vio crecer, las tierras a las afueras que pertenecían a mi padre estaban devastadas,  sin cosechas y sin gente que las trabajara. Entré a la casa de mis padres, la puerta estaba abierta y rota. Dentro del hogar todo estaba igual que cuando lo abandoné para irme a hacer carrera en el ejército. Escuché algo en la planta de arriba, subí apresurado, ahí encontré  en una silla sentada a mi madre llorando abrazando a mi hermana. Me acerqué esperando un abrazo, pero sus caras denostaban terror, no por verme a mí sino por ver mi uniforme.  No entendí ta razón de tal temor al haberlos liberado de la barbarie comunista. En cuanto reconocieron mi cara, los tres nos fundimos en un abrazo, haciéndome olvidar del desconcierto del momento..


Pregunté por mi padre y mi hermano y el drama volvió a sus ojos. Lo primero que pensé antes de que dijera nada, es que aquellos cerdos republicanos les habían dado martirio durante estos años, no fue así. Cuando todo se vino abajo, tres años atrás , unos hombres violaron a mi hermana, unos hombres favorables al golpe. El panadero de la calle, un conocido de mi padre le ofreció su ayuda, lo primero que hizo fue quemar la identificación de mi padre, el carné del partido falangista para que otros republicanos no arremetiesen contra mi padre y mi familia. A continuación fueron a por aquellos hombres que habían violado a mi hermana. Los violadores murieron por las heridas después de días de tortura, les cortaron los huevos y de los lanzaron a los perros. Mi padre y mi hermano habían luchado entonces junto a la milicia, hasta que cayó Madrid. Mi hermano consiguió exiliarse, pero mi padre no, se quedó esperándome, pero los soldados nacionales llegaron antes que yo, alguien le delató, la ciudad estaba llena de chivatos en las jornadas posteriores del final de la guerra.  Estaban a punto de fusilar a padre al otro lado de la calle.


Corrí todo lo que pude hasta cuando mi aliento se cortó, más rápido incluso que cuando las balas volaban sobre mi cabeza en el campo de batalla. Cuando llegué al lugar que me había indicado mi madre, pude ver a seis hombres a los que apeaban contra la pared. Ahí estaba mi padre con la mirada hundida en vergüenza. Prieto y sus hombres estaban a preparando sus armas para ejecutar a los prisioneros. Llegué antes de que abrieran fuego, suplicando que detuvieran la ejecución, él que estaba ahí era mi padre. Prieto advirtió que sí seguía con la protesta, me mandaría fusilar a mí también.


Mi padre me miró con pesar, también estaba Pedro, el chico que me seguía a todas partes con admiración. Me acerqué a mi padre y le abracé, con todas mis fuerzas, mezclando el reencuentro y la despedida en aquel abrazo, él me abrazó con más fuerza aún. "!Apartese soldado¡" Prieto alzaba su fría voz mientras miraba la escena con sus ojos de hielo. En aquel momento pensé en Pilar, esperándome eternamente, y esperando a Santiago también , jamás le dije que yo le quité la vida a su amado.. Pensé en Murillo, si valió la pena cumplir la orden que quitó la vida a mi amigo, pensé en el país que había soñado que nada tenía que ver con esto, un nuevo país levantado sobre miles de muertos, pensé en mi familia y en mi padre, yo era uno más de los que le condenaban, ya no me quedaba nada. Tiré mi pistola, me quité las insignias del uniforme y me coloqué en la pared junto a mi padre. Padre me pedía que me apartara y yo negué firme y decidido con la cabeza, él miraba orgulloso con una sonrisa y lágrimas en los ojos "!No se lo repetiré más, abriremos fuego¡" . El tono de Prieto se elevó sobre el luto del lugar. Pedro negaba con lágrimas en los ojos, me pedía que me apartara. Siete hombres estaban ante nosotros para darnos la muerte, conocía las caras de cada uno, había combatido junto a ellos. Seis fogonazos salieron de sus fusiles a la orden de fuego. Vi a mi padre caer a mi lado junto a los otros cinco prisioneros, yo seguía con vida, nadie se atrevió a dispararme.


Incluso Prieto me miró con misericordia   y miró a sus hombres, estaba dispuesto a perdonarme  la vida, pero yo no me moví de aquella pared, sentía mis lágrimas resbalando sobre mis mejillas, no me quedaba nada por lo que creer, tenía dos opciones, vivir como un cordero el resto de mis días o morir como un hombre.  Prieto ordenó a sus hombres que se movieran, a mí también me lo ordenó, pero seguía quieto ahí, como una estatua. Alcé mi brazo izquierdo con el puño cerrado, los ojos de Prieto se abrieron incrédulos, ordenó a Pedro que me apuntara. Pedro lloraba, no quería hacerlo, no quería quitarme la vida, yo le decía que lo hiciera, por fin entendí lo que sentía Murillo cuando tres años atrás le quité la vida, o eso quise creer. Pedro se quedó ahí bajando su fusil, Prieto ordenó a otro hombre que disparase sobre Pedro si no cumplía la orden. "Hazlo" le decía, un fogonazo salió del fusil de Pedro, sentí paz, sosiego en el dolor, y la oscuridad me invadió.


Como dije al principio de mi historia, mi nombre no importaba, Eduardo Sagasta, un  hombre más que creyó en la mentira de la democracia, la mentira de la república. Soy, Eduardo Sagasta, uno más que murió en la mentira de una guerra que prometía algo mejor.

martes, 29 de abril de 2014

Sagasta XVI: Sueños de paz.

Un ascenso fue lo que se ganó El Rubio al dar muerte al traidor de Riego. Mi vida entonces fue más fácil, seguí viendo a Pilar, a pesar de saber que era el contacto del espía republicano, a la fuerza, pero lo era. El Rubio lo sabía, pero no quiso entrometerse, me dijo que era mi problema y que sólo yo debía solucionarlo.

Mi vida en Cádiz nada tenía que ver con el hambre y la miseria que se vivía en el frente. Mientras yo me levantaba de la cama donde había estado arropado entre los brazos de Pilar, el ejército luchaba sin cuartel durmiendo en trincheras. Así pase el treinta y siete y parte del treinta y ocho, trabajando en el cuartel y amando a una mujer. Un placer de los que pocos podían gozar. Pero una cosa más en mi conciencia me reconcomía. Pilar sentía que engañaba a Santiago conmigo, se sentía mal. Yo jamás le confesé  mi encuentro con Santiago en Badajoz y como le quité la vida a aquel cambia camisas. Era algo que me había propuesto hacer al volver, debía partir, porque la hora más crucial de la guerra llegaba.


Franco desistió en su intento de hacerse con Madrid y tomó otra estrategia, la salida hacia el Mediterráneo. Tomo Teruel y se propuso su ofensiva hacia Aragón donde la conquistó, En Valencia seguía la lucha. Después de la muerte de Mola en un accidente aéreo, Franco era más líder que nunca, su objetivo era Cataluña, si la tomábamos, a Madrid  no le quedaba otra que la rendición. Los republicanos se reorganizaban en Cataluña esperando nuestra llegada.


Una gran parte del ejército esperaba en Zaragoza, a orillas del Ebro, las órdenes del mando. Una noche de Julio los republicanos iniciaron el contraataque. Sucedieron bombardeos y miles de hombres  que mellaron las fuerzas de nuestro ejército. Tal era el acoso a lo largo del Ebro que la batalla duró semanas antes de mi llegada. Franco decidió llamar a la batalla a hombres del levante y del sur para remontar en la lucha.


Nuestra legión cóndor contraatacó con todas sus fuerzas, los legionaria se atrincheraron en poblaciones localizadas en toda la orilla del río. Era la batalla más grande que había vivido, y la más larga, la sangría duró meses, miles de soldados en los dos bandos perdieron la vida. La batalla no era cuestión de quien era más fuerte, sino de quien aguantaba más. Durante meses vi a hombres morir a mi lado, como Navarro, una bala alcanzó su cuello, antes de morir se llevó a tres republicanos consigo . Otro chico joven, Andújar se apellidaba, lloraba sentado apoyado en la pared de una casa derruida, con sus propias tripas en la mano. El infierno se quedo ahí sobre las aguas del aquel río q se tiñó de rojo.


Siempre me quedará la duda de sí nosotros ganamos la guerra, o ellos la perdieron. En una ocasión la aviación republicana dejó colgada a su infantería, dejándolos solos a merced de nuestras balas. Aquellos hombres buscaban cobertura bajo los cuerpos de sus muertos. A la organización republicana se sumó el abandono de las brigadas internacionales, Francia retiró su apoyo a la república, el país galo junto a Gran Bretaña pacto con Hitler la invasión a Checoslovaquia por parte del país germano. Sólo les quedaba la escasa ayuda de la Unión Soviética mientras nosotros contábamos con la ayuda de Alemania e Italia. Sin duda los países vecinos preferían en nuestro país un gobierno comandado por nosotros que no otro país comunista en caso de la victoria republicana.


Casi cinco meses después nuestro ejército al fin consiguió avanzar. Era cuestión de tiempo nuestra llegada a la capital catalana. El fin de la guerra era cuestión de tiempo ¿era excesivo el precio a pagar? Casi tres años de muerte, hambre y miseria me daban la respuesta a la pregunta. Ya quedaba menos para reunirme con mi familia.











lunes, 28 de abril de 2014

Sagasta XV: En el amor y en la guerra.




Riego conocía mi secreto, casi desde el primer momento lo sabía, pero no hizo nada, no me delató, ni me mató con alguna bala perdida en el campo de batalla, no entendía el porque, simplemente me torturaba con trabajos calamitosos sin dirigirme la palabra. Riego no podía se el cancerbero de Pilar eternamente, esos momentos libres me servían para verme con Pilar de manera furtiva e improvisada. Al principio la veía por tratar de devolverle la sonrisa, pero con el tiempo, su compañía se convirtió en mi necesidad. Así fue como bajo un manto estrellado de una noche de verano nos besamos en un callejón, ajenos a los ojos curiosos. No fue un beso buscado, simplemente nuestros labios se atrajeron  hasta rozarse.

Mientras tanto en el cuartel, los rumores de un espía entre nuestras filas sonaban con más intensidad día tras día. Fue por eso que Riego, ajeno a mi historia con Pilar, nos reunió a unos cuantos, nos dijo que alguien de confianza le había contado que el traidor se reuniría con un contacto a las afueras de la ciudad en un bosque cercano. Nos pidió que no contáramos nada a nadie, sólo quería contar con hombres de confianza para emprender dicha misión. Era extrañó pensar que entre esos hombres estuviese yo.


Riego nos dirigió, hacia las afueras,  a El Rubio, a Rabasco y a mí, acompañados por Robles y Castillo, dos soldados curtidos en infinidad de batallas. Nos adentramos en aquel bosque seco, pensé que éramos un blanco ideal para una enboscada, más lo pensé cuando Riego decidió que nos dividiéramos en grupos de dos, para cubrir más terreno, a mi me tocó con él. Avanzamos durante unos diez minutos, Riego y yo solos, con el único sonido de nuestros pasos y la brisa acariciando las hojas. Riego ordenó que me detuviera con el fusil en alto.


Sin dejar de apuntarme, mi viejo amigo convertido en enemigo me lanzó un maletín de piel y una bota de vino, me pidió que bebiera de ella, decía que por los viejos tiempos y nuestra amistad, dejaría que me fuera al otro barrio con la tripa llena de vino. Me pidió que abriera el maletín, en su interior había documentos como para declarar traidor a cualquier insensato que los portase. Él era el traidor, hizo su papel muy bien desde el principio, ganandose la confianza de los oficiales desde que lo conocí en Melilla, ganandose la confianza de hombres como yo, favorables al golpe de estado. Hizo su papel tan bien, que me obligó a matar a Murillo, mi amigo y hombre fiel a su causa, apuntandome con su pistola en la sien. Me recordó la noche en la que conocí a Pilar, me recordó que no pude escuchar la conversación que tuvieron, Pilar era su contacto, no le podía creer. A Pilar la amaba con locura, pero no fue por amor por lo que apresó  a Santiago. Los rumores sobre una red de espionaje cada vez eran más crecientes, pretendía que Santiago confesara algo que no era, quitándose así el muerto de encima. Por eso a mí no me mató, pretendía que yo fuera su vía de escape ahora que los rumores sobre un espía entre nuestras filas volvían a sonar,  el muerto lo debía cargar yo.


Antes de pronunciar mis últimas palabras un trueno sonó, levantando el vuelo de las aves. Riego bajo su arma despacio mientras yo palpaba mi pecho en busca de sangre o alguna herida, pero no me dolía, no sentía nada. Riego se giró sobre si, y cayó mal herido con sangre en la espalda. El Rubio salió de entre unos árboles, se acercó y puso su mano sobre mi hombro, me dijo que lo sentía, pensó que Riego era una presa y le disparó pensando que esta noche tendríamos una buena cena. Riego intentaba reincorporarse, El Rubio desenfundo su pistola, y alojó una bala sobre el cráneo del traidor republicano.


domingo, 27 de abril de 2014

Sagasta XIV: Lejos de la batalla.

Abrí los ojos, aún sentía aquel dolor del infierno. Ya no estaba en aquella casa, sobre el duro suelo, me hayaba tumbado sobre una superficie blanda, intenté moverme, pero algo tiraba sobre mi herida provocándome una punzada de dolor agudo. Miré a un lado y a otro, sentí una brisa fresca procedente de una ventana entreabierta, una mujer de blanco, una enfermera, se apresuró a cerrarla. Vi una cama frente a la mía y un bulto tapado entre las sábanas de la cama de enfrente, un hombre, alguien había corrido peor suerte que la mía. Me llevé la mano a la cara y sentí mi  ¿barba? Una voz familiar me dijo que me había perdido el año nuevo del treinta y siete, pero todo seguía igual. Era El Rubio, con la pierna en alto, rebañando pan en una especie de papilla.

Mi recuperación fue lenta, durante meses deambulé por los pasillos de aquel hospital en Sevilla, a los pacientes más estables nos trasladaron ahí, lejos de la batalla, era más seguro. Hice nuevos amigos con los que El Rubio y yo jugábamos a cartas mientras llegaban noticias del frente, todo seguía igual, Madrid resistía nuestro ataque. Todos ahí teníamos una historia que contar, todos enseñábamos con orgullo nuestras heridas, quizás algunos como el soldado Rabasco, un hombre menudo y dicharachero, exagerasen su historia. Rabasco también hablo de los rumores que circulaban sobre espías entre nuestras tropas, yo no podía imaginar aquello, pensar que alguien con el que he sangrado sea un traidor. Todos  tenían una historia que contar orgullosos menos yo, como les iba a contar a aquellos soldados que había volado la cabeza de un compañero por salvar a un niño, al hijo de un hombre que atentó contra nuestras vidas. A decir verdad, a esas alturas ya tenía bastantes cosas que ocultar.


Me dieron el alta con la posibilidad de elegir destino, a El Rubio se la dieron un poco antes, me dijo que su destino era Cádiz, decidí seguir sus pasos, para mí la ciudad ya era familiar, bastante familiar. En realidad pensaba en la joven Pilar ¿estaría bien? Por salvarla me gané la enemistad con Riego, algo dentro de mí, tal vez fuera insensatez, me obligaba a comprobar que Riego no había intentado hacer ninguna nueva locura. 
Me presenté en el cuartel esperando al oficial que me asignaría un puesto, me hizo esperar mucho, tenía ganas de verme, tenía deudas pendientes, con una malévola sonrisa y con un brillo de maldad en los ojos me recibió, un hombre que había destacado en la lucha por la conquista de Málaga bajo las órdenes de Varela, con méritos de guerra. El recién ascendido sargento Riego.

Limpieza de letrinas, guardias interminables de novato, permisos denegados. Riego tenía todo un sinfín de tareas encomendadas especialmente para mí. Nada quedaba ya de aquel hombre con el que compartí mesa, penas y risas hace casi un año en Melilla. Todo cambió cuando se volvió loco por desamor, desde que marqué mi nudillo en su mejilla, no habíamos vuelto a cruzar palabra, algo de lo que no me arrepiento, intentó violar a Pilar, casi la mata con sus propias manos, eso no era propio de un hombre, como podía hacerle algo así a alguien a quien amaba. Mientras pensaba en aquello una duda me sobrevenía ¿ Que fue de la joven Pilar? Pronto lo averiguaría.


Era Marzo, por fin contaba con un permiso, en Sevilla se organizaba una semana santa inusual, con las noticias de las victorias y derrotas de nuestro ejército. Decidí trasladarme durante los dos días que disfrutaba del permiso junto a Rabasco para alejarme y desconectar de la dura vida del cuartel. Ahí la vi, en medio de la multitud la joven Pilar, con los ojos hundidos en miseria, contemplando la comparsa de las cofradías que se habían salvado de los saqueos en tiempos de la república. No estaba sola, a su lado, Riego con la mano en su grácil hombro, con expresión orgullosa, como un cazador presumiendo de la pieza recién cazada.


Pilar me vio, me miró como si hubiera visto a un ángel, su cara se iluminó, la joven intentó disimular su asombro. Vi como se alejaba de Riego sin que este se diera cuenta, ensimismado en la marcha de la procesión. Pilar avanzo hacia un callejón sin apartar la mirada en mí. Parecía que la chica quería llamar mi atención y decidí acercarme.




La encontré en el callejón temblorosa, sin mediar palabra me abrazo efusivamente y me dio las gracias por haberla defendido aquella noche en la que Riego intentó violarla y también me las dio por haber facilitado la huida de Santiago. Santiago en contra de lo que le pedí aquel día, se despidió de Pilar y de su familia, les dijo que yo era un héroe. Había otra cosa más, Pilar me advirtió de algo, algo que me dejaría helado, le confesó a Riego lo que yo había echo por su amado Santiago, se lo confesó porque ella aún esperaba a Santiago, para darle la repuesta a Riego del porque no le correspondía. De poco sirvieron las excusas, esa chica estaba con Riego a la fuerza.  La cuestión era que Riego sabía mi secreto y yo estaba en sus manos 



sábado, 26 de abril de 2014

Sagasta: XIII: Bajo el amparo de la muerte.

El año treinta y seis llegaba a su fin y la ciudad  de Madrid no caía, lo que al principio vimos como un paseíllo, se había convertido en un víacrucis.  Cada metro de suelo que tomábamos era una victoria, pero  en un suspiro retrocedíamos dos pasos, probando así el amargo sabor  de la derrota. Madrid era una ciudad irreconocible, un feudo inexpugnable plagado de anarquistas y comunistas que se disputaban el mando. Aquellos hombres, los cuales no sabían quien les dirigía tras la huida de su gobierno, se habían preparado bien. Cavaron trincheras para colocar los nidos de ametralladoras y colocaron explosivos al paso de nuestros blindados. Vi con dolor como la aviación alemana bombardeaba mi ciudad, rezaba que ninguno de esos proyectiles alcanzara a los míos, si aún estaban vivos.

Nos llegaron noticias de aquella ciudad sin ley, que se había convertido en un templo de inmoralidad y pecado. Los rojos habían entrado en las cárceles ejecutando a presos y liberando asesinos, según cual fuera su condición ideológica. En Alicante acabaron de esa manera tan cobarde con Jose Antonio Primo de Rivera. Nosotros también hicimos esa clase de cosas, pero ellos nos obligaron, ellos no eran mejores que nosotros, ellos mataban a curas y violaban a monjas ¿ cómo podría dios, ver aquello con buenos ojos?

Nos batíamos en retirada a la orden de Prieto cuando dos tanques soviéticos abrieron fuego contra nosotros. Nos dispersamos para no ser un objetivo fácil para los cañones. El soldado Piqué y yo nos adentramos en una casa rural que había sufrido la sacudida de los cañones, buscamos cobertura a la espera de refuerzos. Sentí como alguien cargaba un arma, no estábamos solos.

"Mi hija...Mi mujer" un hombre con los ojos rojos por las lágrimas derramadas, nos apuntaba con una escopeta de caza repitiendo aquellas dos palabras una y otra vez. Un chiquillo de unos ocho años a su lado, agarrado del pantalón del hombre, nos miraba atemorizados. Por una de las ventanas pude ver un huerto trasero, como yacían muertas una mujer y una niña sepultadas en un cráter, puede que fuera un proyectil perdido nuestro, o puede que fuera del otro bando. A aquel hombre no parecía importarle rojos o azules, quería pagar su rabia con alguien y nos encontró a nosotros. Sin tiempo a reacción, disparó sobre mí. Después de sentir el impacto sentí fuego en el estómago, me retorcí en el suelo tapando el orificio de bala, como sí mi vida fuera a escapar por él.

Piqué aprovechó el retroceso de la escopeta para disparar hasta cuatro veces sobre el padre de familia que había descargado su ira contra mí, se desplomó en el suelo aún llorando mientras el niño aún tiraba de su pantalón. El soldado enfundó su arma y empuñó su puñal. Lentamente se acercó  al niño al que acababa de hacer huérfano, El Niño retrocedió hasta dar de espaldas con la pared. Traté de gritar luchando contra el dolor, pero no pude, apenas solté un quejido. No podía permitir aquello, desenfundé mi arma con las manos manchadas de mi sangre y acerté de pleno el tiro sobre la cabeza de mi compañero. El chiquillo salió corriendo por la puerta antes de que me desmayara y la oscuridad me invadiera.



viernes, 25 de abril de 2014

Sagasta XII: Un hombre bueno.

Noviembre ya había empezado, nos dirigimos a Madrid para tomarla, quien tenía Madrid ganaba la guerra, tomamos con facilidad la base aérea de Getafe y eso subió nuestra moral, se oían rumores de que el gobierno republicano se había trasladado a Valencia , dejando atrás a los hombres que luchaban por ellos,  estaban seguros de nuestra inminente victoria. No tenían nada que hacer contra nosotros, en pocos días esta guerra llegaría a su fin y la podría dejar atrás como si de un mal sueño se tratara.

El ejército se enfrentó en la casa de campo a los republicanos, no esperábamos los tanques soviéticos, la batalla fue más dura de lo que pensamos. Nuestro pelotón se enfrentó junto a otros pelotones más en una población cercana, intentando mermar la resistencia de los milicianos en una lucha encarnizada. Prieto insistía en que no dejásemos a ninguno de esos cabrones vivos. El Rubio estaba tan efectivo como siempre, sereno hacia gala de una precisión fuera de lo común, Navarro lanzaba más insultos que balas, Pedro era aparentemente el más inexperto, se santiguaba cada vez que mataba a alguien y yo disparaba con la esperanza de que cada hombre que se desplomaba en el suelo, sería un obstáculo menos para llegar al final de la guerra y reunirme al fin con mi familia.

La contienda seguía su curso, de repente El Rubio bajo su arma, volvía a apuntar y volvía a bajarla, sus labios murmuraban algo que no llegué a entender entre los truenos y las explosiones, estuvo un buen rato repitiendo los mismos gestos incómodos, algo le pasaba, agachaba la cabeza y volvía a mirar hacia la posición enemiga como si no creyera lo que veía, se frotaba los ojos y secaba el sudor de su frente con la manga del uniforme. Pronto vi hacia donde miraba, había dos hombres, igual de rubios que él, se movían de cobertura en cobertura con soltura, provocando bastantes bajas en nuestro bando con el fuego de sus fusiles.

"!Los quiero enterrados!" Gritaba Prieto mientras todas nuestras armas no cesaban de escupir fuego, todas menos las de El Rubio, que parecía sumergido en una vorágine de pensamientos y dudas. "Son mis hermanos" conseguí escuchar lo que decía El Rubio. Eran sus hermanos, el Rubio hablaba poco, pero cuando hablaba era por algo. Sus hermanos disparaban contra nosotros, El Rubio se encontraba entre la espada y la pared ¿ Que podía hacer?

Prieto le empezó a mirar inquisitivamente, hacia rato ya, que no salía ninguna bala disparada de su arma, El Rubio volvió la vista hacia mí, "son mis hermanos"  repetía una y otra vez mientras Prieto y sus hombres disparaban sin cesar. El Rubio bajó su arma, apuntó a su pie y apretó el gatillo. Gritaba, decía que le habían disparado, Pedro y yo corrimos a auxiliarle, Prieto ordenó que lo lleváramos al hospital de campaña con la mosca detrás de la oreja. Dolorido y quejado El Rubio esbozaba una sonrisa picaresca mezclada con el agudo dolor, había conseguido salirse con la suya, interpuso sus sentimientos a su deber, algo que no debe hacer un soldado ¿sería yo capaz de algo así? Espero nunca tener que averiguar sí seré capaz de disparar a mi familia. Pero lo que sí es verdad es, que  Fernando Cárdenas, El Rubio, dejó de ser soldado aquel día para convertirse en un hombre bueno.

Nos equivocamos, nos quedamos a las puertas, aquellos hombres creían en lo que luchaban, contaban con la ayuda soviética y las brigadas internacionales. Aquel día no ganamos la guerra, en noviembre del treinta y seis estábamos muy lejos del final.




jueves, 24 de abril de 2014

Sagasta XI: El enviado de dios

Después de un breve descanso en el hospital de campaña, debido a las heridas sufridas  en los calabozos, del cuartel de Badajoz, Navarro y yo nos reunimos con el pelotón en Mérida, Riego no se encontraba ahí, había sido destinado a Málaga. A finales de septiembre nos trasladaron a Toledo,  Franco también estaría ahí, unos días antes, los nacionales habían entrado triunfantes en la ciudad, acabando con el asedio del alcanzar.

En un primer momento el objetivo después de la campaña de Badajoz era Madrid, pensé que por fin podría reunirme con mi familia y comprobar que estaban bien. Pero Franco decidió desviar a buena parte del ejército hacia un punto, de poca importancia estratégica, que era Toledo, la razón, socorrer a los hombres que durante más de dos meses resistían el ataque del ejército republicano en el alcázar . Ante tal decisión Yagüe protestó enojado, Franco le dio una patada en el culo y puso en su lugar a Varela.  La ciudad vivía un ambiente de júbilo y alegría ante la llegada de Franco, un ambiente festivo, que contrastaba con lo que yo había vivido, en los primeros meses de esta guerra.

El Rubio, Pedro y yo, nos encontrábamos en una vieja taberna, que había sufrido los estragos de la guerra, junto a Navarro y Eulogio Sacristán, guardia civil, viejo amigo de este, que había sobrevivido al asedio del alcázar. La taberna estaba vacía, entre el mobiliario destrozado encontramos una botella de vino polvorienta, el tabernero, ferviente republicano, había abandonado la ciudad antes de nuestra llegada, Sacristán sacó cinco copas igual de polvorientas y sirvió el vino en ellas para relatarnos su historia.

La toma del alcázar no era tarea fácil para los republicanos, situado en lo más alto de la ciudad de Toledo era una posición defensiva infranqueable. Cuando estalló la guerra los sublevados se confinaron en el interior del alcázar, los republicanos trataron de aniquilarlos con sus carros de combate, pronto escaseó la comida, los hombres debían racionarla pasando hambre día tras día. El agua era un bien escaso, un lujo para los meses más calurosos del año. En cuanto a la munición, debían usarla con tiento, cada disparo debía ser un tiro certero. El hedor de los compañeros muertos se metía en las fosas nasales provocando que a día de hoy aún lo sintiera, debían quemar los cuerpos apilándolos como sí fueran rastrojos mientras los rojos se burlaban y reían de ellos en el exterior de los muros. Estaban atrapados en la fortaleza, si intentaban huir, los de dentro los mataban por desertores, si conseguían huir, los de fuera les recibían con balas.

Sacristán contó que un antiguo compañero, Enrique Trujillo, al que creía su amigo, se unió a los republicanos. Trujillo aprovechaba la oscuridad de la noche para gritar hacia los muros del alcázar humillando a Sacristán, al principio fueron burlas, pero a lo largo de los más de dos meses, cuando los bombardeos cesaban y las balas daban tregua, Trujillo lo atormentaba con humillaciones y amenazas. Una noche, Trujillo, junto a otros rojos, bebían de un buen vino y comían unas liebres que habían cazado, Trujillo le describía el sabor de cada bocado h la sensación de cada trago, mientras el estómago de Sacristán rugía y su garganta estaba seca. Trujillo le gritaba que venía de calentar la cama de su mujer y su hija, las que Sacristán había dejado atrás. El guardia civil había perdido la fe, al igual que sus demás camaradas, cuando de pronto el ejército de África entró en Toledo aniquilando a las fuerzas republicanas que mantuvieron la defensa del sitio. Sacristán salió como un demonio de aquella fortaleza que podía haber sido su tumba en busca de Trujillo. Ajustó las cuentas con su antiguo compañero a golpes hasta que sus nudillos sangraban pelados y el cuerpo de Trujillo convulsionaba sin conocimiento, lo enterró aún vivo, pero sin sentido, en algún lugar del campo sin decírselo a nadie para que nadie pudiera rezar jamás por  su alma.

El guardia civil concluyó la historia ensalzando a Franco, que se había preocupado por los pocos hombres que habían quedado atrapados en el alcázar. Bebió su copa de un buen trago y gritó " !Viva Franco¡" Navarro siguió su consigna alzando su copa. Aquel viva a Franco se repetía en toda la ciudad durante todo aquel día, la gente lo veía como un salvador, como un ángel enviado de dios, había retrasado el ataque a Madrid por unos pocos hombres, poniendo así en peligro el fin de nuestra causa. Pienso que a los que mandan les da igual la vida de unos pocos hombres, pero enseguida me di cuenta de aquella jugada maestra. Franco se enfrentó a Yagüe por una posición sin importancia acrecentando su liderazgo en aquel acto temerario, aquel enviado de dios, realizo el acto más heroico de los últimos meses, salvado a hombres a los que convertiría en leyenda y ganándose así a las masas. Patrañas, A Franco le daban igual las vidas de aquellos hombres, aquello era puro teatro y propaganda, había convertido aquella guerra en su guerra, ya no perseguía un bien común de todos sino un propósito personal, el hombre que hace unos meses dudaba en unirse a la rebelión, pretendía liderar este país.




miércoles, 23 de abril de 2014

Sagasta X: La conciencia del soldado.

Los bombardeos   no cesaron hasta bien entrada la tarde, algunos proyectiles cayeron cerca, en nuestra celda trozos del techo y de pared caían con las sacudidas más intensas, el silencio se rompía con cada fuego de mortero y por el motor de los aviones que  sobre volaban la ciudad. Tuve la oportunidad de ver por una pequeña rendija la destrucción en las calles desiertas que rodeaban el cuartel, el polvo suspendido en el aire llegó hasta mi celda, todo el mundo en aquella ciudad se refugio y el imprudente que había salido de su escondrijo habría muerto por la explosión de algún proyectil, como la niña que yacía en el suelo empapada de sangre y cubierta de escombros en una travesía, la que debía ser la madre lloraba desde el umbral de la puerta de la casa intentando liberarse de los brazos de un hombre que le pedía que no saliera por ella. El techo de algunas edificios a lo lejos se había hundido, me sentí afortunado por no haber sufrido la misma suerte en mi caustro, donde no tenía escapatoria alguna.

Una brecha se abrió en el muro, escuché los cánticos de la legión que corrían hacia el muro, los republicanos tomaron las ametralladoras saliendo de sus refugios y abriendo fuego , vi como muchos legionarios caían intentando atravesar el muro, los cánticos no cesaron , es más sonaron más fuertes, a pesar de los compañeros caídos,  nada intimidaba a la legión, un flujo de hombres interminables irrumpió en la ciudad  "!Están entrando también por el otro lado de la ciudad¡" una voz gritaba. No tardaron en producirse las primeras bajas republicanas.


Los republicanos tendieron la bandera blanca ante la superioridad legionaria, la respuesta de estos fue  acuchillar a los que se rendían y perseguir a los que huían. Registraban casa por casa en busca de más desertores, si encontraban a alguien le sacaban de sus casas y le rebanaban el cuello haciendo caso omiso a las súplicas de sus seres queridos, la fuerza legionaria era como un huracán que arrasaba violentamente con todo a su paso.


Alguien entró en la celda, era Santiago, con una herida de bala en el brazo dejando un reguero de sangre tras sus pasos, nos miró a Navarro y a mí, con la cara pálida del que acaba de ver la muerte pasar. Santiago dijo que el coronel Puigdendolas,quien dirigía a los cerca de seis mil milicianos que defendían la ciudad amurallada de Badajoz, había huido. Mientras se quitaba la ropa me pidió ayuda, me pidió que mintiera por él, que le hiciera pasar por soldado. Santiago apuntó con su fusil a Navarro, le ordenó que se quitara la ropa, decía que no quería agujerear y llenar de sangre su nuevo uniforme . Ante la negativa de Navarro a la orden, Santiago tiró su fusil al suelo y se abalanzó sobre mi compañero, rodeando sus manos sobre el cuello del preso.


Ante mí se presentó una difícil elección, dejar morir a mi compañero y así librarme del pelotón de fusilamiento, con el que en reiteradas ocasiones  me  había amenazado o cumplir con mi deber, ayudando al compañero en peligro. Decidí cumplir con mi deber como soldado, aquel bastardo de Santiago ya había tenido su oportunidad y no la supo  aprovechar. Rodeé las cadenas de mi cautiverio sobre su cuello, el cambia camisas arañaba mis brazos y pataleaba mientras sentía que se le escapaba la vida,pronto dejo de moverse, cogí las llaves que llevaba en el bolsillo para así liberarnos de los grilletes, Navarro y yo. Mi compañero me dio las gracias, me dijo que estaba en deuda conmigo y me prometió que nadie se enteraría de lo que yo hice por Santiago.


Por la noche la ciudad ya estaba  controlada por los cerca de cuatro mil hombres de Yagüe. El ataque había sido un éxito. En las jornadas posteriores, las ejecuciones masivas se sucedieron el la plaza de toros, incluyendo a mujeres, si estas mujeres tenían la fortuna de ser poco agraciadas, su muerte era rápida al igual que la de los hombres, de lo contrario , sufrían las torturas y las violaciones de los marroquíes regulares, para acabar al fin en una muerte cruel. Mi alma lloraba ante el caos y la destrucción, mi alma lloraba por las más de cuatro mil personas que murieron habiendo entregado la rendición, pero soy un soldado, los soldados no tenemos conciencia, acatamos órdenes, sean cuales sean y ayudamos al compañero sin interponer intereses personales. Yo soy un soldado sin conciencia, que se despierta cada noche entre sudores fríos, con las caras de niños, mujeres y hombres, a los que esta maldita guerra les quitó la vida.




martes, 22 de abril de 2014

Sagasta IX: El cielo cae sobre nosotros

Fuimos capturados por aquel grupo de milicianos, encabezados por un hombre de evidente cojera al que llamaban El Parra. Nos subieron en un camión que no tardaría en ponerse en marcha. Durante el trayecto, uno de los milicianos, sentado frente a mí, un soldado con cara de simio y tan grande como tres hombres, jugueteaba con su cuchillo en sus manos mientras me miraba desafiante a los ojos, en ningún momento le aparté la mirada. La cabeza de Navarro acababa de recibir el tercer golpe de culata por maldecirlos y acordarse de sus madres, un miliciano de poca paciencia lanzó en voz alta la pregunta, sí era necesario mantenernos con vida, sabía que en cualquier momento aquellos hombres podrían cansarse y dejarnos en la cuneta con un disparo en la nunca, en el mejor de los casos.

En poco más de una hora atravesamos los muros de la ciudad de Badajoz. Santiago nos bajó del camión, el pensar que le salvé la vida por creerle inocente me daba náuseas, por otro lado, sino hubiera sido por él, lo más seguro es que esos palurdos me hubiesen ejecutado en el lugar mismo donde me capturaron. Soldados republicanos, milicianos, y ciudadanos curiosos se agolparon por ver a los presos antes de entrar en los calabozos del cuartel, en una especie de desfile de la vergüenza lleno de insultos y deseos de muerte. Me acorde de Emilio Murillo, aquella era su tierra, quizás tuviera una familia como la que a mí me esperaba en Madrid, me pregunté si alguien de los que nos insultaba y nos deseaba la muerte le llegó a conocer como yo.

A Navarro y a mí nos encerraron en la misma celda, a golpes, nos trataban como a animales de granja, aunque el que se llevó la peor parte fue mi compañero, no sabía mantener la boca cerrada. A la noche de aquel día, el miliciano que me miraba desafiante en el camión nos trajo dos platos de caldo caliente, los dejó en el suelo, se bajó los pantalones y orinó sobre ellos mientras se reía, nos dijo que esperaba que nos gustara la cena, por que el se encargaría de traerla cada día.

Pasé la noche en vela, cuando la luna bañaba con su luz  los barrotes en plata, Santiago relevó al soldado que nos cuestionaba, sorprendentemente sólo dirigía palabras de agradecimiento y admiración hacia mí, evidentemente hice oídos sordos a todos sus halagos , me negaba a escuchar a un traidor mentiroso como él. Me dijo que él estuvo de nuestra parte hasta el momento en el que Riego le hizo prisionero, decidió cambiar de bando al ver los horrores que los nacionales cometimos, huyó hacia el norte cuando le di la libertad y encontró al grupo de El Parra que le aceptó en sus filas.

Navarro estaba despierto, montó en cólera cuando escucho la historia de como había dejado escapar al joven Santiago, si no hubiera estado engrillado a la pared me hubiera estrangulado, Santiago le mandó callar mientras mi compañero me insultaba, como Navarro hacía caso omiso Santiago entró en la celda propinándole un revés que le silenció. Santiago se acercó a mí y en voz baja me ofreció un trato, me propuso cambiarme a su bando, había hablado con los suyos, a la mayoría les pareció bien la idea, necesitaban hombres como yo. A cualquier otro les hubiera parecido un trato tentador para salvar el culo, pero yo, lo rechacé. Santiago se marcho indignado mientras Navarro me repetía una y otra vez que me haría fusilar sí salíamos de esta.

A la mañana del cuarto día, alguien perturbo mi sueño de una patada en la rodilla, dolorido y con la vista aún borrosa, vi al cerdo que meaba en los platos de caldo noche tras noche, me golpeó con furia preguntando el porque no nos habíamos comido la sopa, Navarro le tiró su plato acertando de lleno en la cabeza del simio, el miliciano se giró con rabia hacia Navarro, yo imite a mi compañero con mi plato, el simio apestaba empapado de su orina. Cegado por la ira, el miliciano esgrimió el cuchillo con el que le gustaba jugar, cerré los ojos pensando que aquel sería el fin, su mano agarro con fuerza mi cabello para evitar que moviera la cabeza, sentí la presión del frío metal desgarrando la piel en mi cara mientras mis brazos luchaban contra la fuerza de aquel gorila. Los gritos de dolor se escapaban por mi boca, Navarro lanzaba insultos al miliciano mientras que mi agresor cada vez se encendía más.


Algo sacudió la tierra cuando mis fuerzas más agotadas estaban, el miliciano paró de repente y alzó la cabeza, como un ciervo al escuchar crujir una rama. Una segunda sacudida hizo que el simio abandonara la celda a toda prisa. Tal vez el general Yagüe hubiera llegado a las puertas de la ciudad y hubiera mandado un bombardeo sobre nosotros. Respiré aliviado al ver que había una mínima posibilidad de salir con vida, pero al ver la cara de Navarro sentenciándome con un gesto, simulando que se rajaba el cuello con su dedo pulgar y esbozando una sonrisa maligna, mi optimismo se desvaneció.



lunes, 21 de abril de 2014

Sagasta VIII: Fantasmas del pasado.

La escuadra Del Rubio volvió a reunirse con el grueso del ejército nacional a las puertas de Mérida, tal y como teníamos previsto, el ejército avanzó sin descanso, sólo paraba para bombardear las poblaciones republicanas que encontraba a su paso. Era cuestión de tiempo el conseguir alcanzar al general Mola en el norte para así unir fuerzas. El general Yagüe estaba de camino para tomar el mando cerca del río Guadiana.

Avanzamos en silencio, bordeando el río, dejando los frondosos árboles que pintaban de verde el paisaje a un lado y el río en el otro, sólo acompañados por  el sonido de los motores de los vehículos, los muros de la ciudad cada vez estaban más cerca, yo seguía el paso de El Rubio y Pedro seguía el mío, como de costumbre. El Rubio fue el primero en agachar la cabeza cuando una lluvia de balas cortaron el aire, silbando sobre nuestras cabezas, levanté la vista y observe al menos diez hombres a mi alrededor en el suelo, algunos retorciéndose de dolor con las manos llenas de su sangre por querer taponar sus heridas, otros inmóviles y sin vida. Desde la otra orilla cerca de un millar de hombres abrían fuego contra nosotros, nos habían estado esperando construyendo trincheras.

Ellos eran inferiores en número, pero estaban mejor posicionados, nosotros nos cubrimos detrás de los vehículos y de los árboles cercanos, el intercambio de disparos era incesante e interminable, después de seis disparos conseguí acertar a uno, no se podía decir lo mismo de El  Rubio, parapetado en un árbol cercano cerca de mí, cada una de sus balas era una baja enemiga, el cabo disparaba tranquilo y sereno,sin cambiar un momento su estado de ánimo. Una de las veces que me cubrí para cargar mi arma, vi a Riego, mirándome mientras disparaba al enemigo a ciegas, sin apuntar, como si el objetivo fuera yo, me pregunté, si sería víctima de alguna de sus balas perdidas.

Las fuerzas de los dos bandos cada vez estaban más debilitadas, nos nos quedaba otra opción que atravesar los dos puentes, el romano y el del ferrocarril, para alcanzar la otra orilla, aunque eso nos expusiera ante el enemigo. Así lo hicimos, nuestros vehículos atravesaron el puente  romano, alguien se dio cuenta de que los republicanos habían colocado cargas explosivas en los pilares de la construcción romana y se lanzó a desactivarlos. Nuestro pelotón se quedó ofreciendo fuego de cobertura para todos esos hombres que cruzaban a la otra orilla, muchos cayeron. Al ver que los primeros soldados llegaban a la otra orilla, muchos milicianos se batieron en retirada y unos pocos valientes se quedaron para morir. Prieto ordenó que alcanzáramos a los republicanos que huían cruzando el cauce del río, unas rocas que sobre salían del agua allanaron nuestro camino.



Nos dividimos en grupos de dos, a mí me tocó con Navarro, aún no había superado la pérdida de su amigo García, cada muerte que le daba a un miliciano se la tomaba como algo personal. Avanzábamos mientras se escuchaban algunos disparos solitarios a nuestro alrededor, sabía cada trueno significaba una vida segada, un hombre menos que defendería a su república, cada vez los disparos se oían más lejos, nos estábamos alejando demasiado, adentrándonos entre los árboles. Se lo advertí a Navarro, pero el no quería parar hasta dar caza, al menos, a uno de los milicianos. Cuando llegamos a un claro, distantes del pelotón, una voz a nuestra espalda ordenó que tirásemos las armas al suelo, sin darme la vuelta así lo hice, Navarro titubeo un instante, al final cedió y tiro con rabia su fusil al suelo. Nos dimos la vuelta tal y como nos pidió aquella voz, una veintena de hombres nos apuntaban con sus armas. Uno de ellos discutía con el que parecía que estaba al mando, le decía que necesitaban prisioneros, Mérida iba a caer y nos llevarían a Badajoz como seguro, en caso de que las cosas se torcieran, el hombre que parecía estar al mando aceptó a regañadientes, parecía que su deseo era matarnos ahí mismo. Me sorprendió la insistencia de aquel hombre por quererme con vida, como sí me debiera algo, pero más me sorprendí al ver que aquel hombre era Santiago, el joven por el que arriesgue mi vida en Cádiz, incumpliendo las órdenes directas de Prieto, salvándole del pelotón de fusilamiento.


domingo, 20 de abril de 2014

Murillo II: Sin venda en los ojos

Abril del 1936

Hace casi tres meses que decidimos lanzarnos a la carretera en búsqueda de mi hijo, Emilio. Y también hace diez minutos que no paro de pensar si esa decisión fue la peor que he podido tomar en toda mi vida. Emilio siempre provocó en mí y en su madre, en paz descanse, un temor continuo por su manera de ser. Y en momentos de flaqueza, a la cabeza me vienen pensamientos horribles, que si se habrá levantado a favor de la República, que si le habrá pasado algo...
Lo peor, es que ambas preguntas tienen respuesta, y las dos estoy casi seguro de saberlo. De si se habrá levantado a favor de la República, garantizado. Todas las cartas que me enviaba de manera trimestral durante estos últimos cuatro años no dejaban de ensalzar la doctrina política roja. Y sobre si le habrá pasado algo, está claro que también, pues no he recibido ni una carta en el último medio año.

Miro a Carmen, ella es la única que consigue levantarme de la ciénaga mental en la que estoy metido. Amo la mirada de mi nieta. Tiene los mismos ojos claros que su madre y que su abuela. 
Amo su mirada porque me envuelve en una ola de recuerdos.
Amo su mirada porque me guía cuando pierdo el norte.
Amo su mirada porque sus ojos hablan, y hablan como no lo hace su boca.
Carmen es muda.
Carmen se dejó en el interior de su madre todas las palabras que yo he regalado al papel y por muchas de las que ahora se reivindican y matan entre sí, muchas personas. 
Personas de una misma nacionalidad, religión e incluso de una misma familia, que es peor.

Hace poco que hemos traspasado la frontera de Huelva y seguimos nuestro camino al sur, hacia Cádiz. Emilio se alistó en el ejército y todas las cartas que me enviaba, llegaban desde Cádiz. 
Es lo único que tengo claro. Que me escribía desde Cádiz y que un tal Eduardo Sagasta era quién le apoyaba moralmente cada día y por quién moriría o mataría. Esas cosas son las que hacen que un padre se sienta tranquilo. Las amistades de los hijos. Y Emilio, por fin, pareció tener suerte al escoger una amistad.

A lo lejos vemos una casona entre el bosque y a medida que nos vamos acercando, me voy dando cuenta que en suelo hay varios cuerpos tirados, al parecer, sin vida alguna. Carmen me agarra del brazo con ímpetu y me niega con la cabeza insistentemente, a la par que sus ojos se cristalizan.
Abrazo a mi nieta y tomo su cabeza contra mi pecho para que se tranquilice. Le susurro despacio al oído que no se preocupe, que tenemos que seguir adelante y que mientras yo viva, nada ni nadie le hará daño.

Llegamos a la casa, dejando a un lado todos los cadáveres que había en el suelo, y entramos. El olor que desprende la vivienda es perfectamente lo peor que haya podido oler en toda mi vida.
Huele a sangre, huele a muerte...
Carmen va cogida a mí sin dejar de sollozar y con la respiración agitada. Todos los cuerpos que veo son de militares, veo la bandera de nuestro país en sus ropas y un águila los caracteriza de manera común.
Carmen se agacha al suelo a vomitar, lo que provoca que yo también lo haga. El hedor es inaguantable.
Seguimos investigando en la casa y llegamos a la cocina, donde lo único que encontramos para llevarnos a la boca es pan duro. Meto el pan en nuestra bolsa y subimos las escaleras de la casa.

Carmen no deja de llorar, ahora porque nos acompañan en cada peldaño, una ristra de letras regadas en sangre. En la pared, se puede leer la frase de "Arriba la República".
Al subir, entro en la habitación y me sorprende ver que es la parte de la casa menos deteriorada. Luego entiendo que los que hicieron lo que hicieron, no quisieron dormir rodeados de tal masacre.

Carmen se sienta en la cama, se acuesta abrazándose a sus propias rodillas y sin dejar de llorar, se duerme. Como cuando era un bebé y para que se durmiese, era necesario esperar que se enfadara, para que ella sola, quedara rendida en la cama.
Abro los armarios y cojo aquello que creo que puede servirnos de algo. Algo de ropa que no pese, unas cerillas, una navaja, unos prismáticos y tabaco. 
Tabaco... Hace tanto que dejé de fumar...
Enciendo un cigarro y la primera calada me sienta a gloria bendita. Me siento en el sillón que hay al lado de una cómoda, a los pies de la cama donde duerme mi pequeña.
Al sentarme, o mejor dicho, al dejarme caer en el sillón, golpeo el cuarto y último cajón sin querer y se abre.
El cajón tiene agujeros y no queda ni el polvo.
Abro el tercero y me encuentro un bolígrafo. Lo miro de arriba a abajo, pues me es familiar. Me lo quedo.
Abro el segundo y lo cierro de golpe al estar lleno de insectos.
Abro el primero y no se abre. Tiene una pequeña cerradura en una esquina.
Cojo la navaja y haciendo juego, consigo abrir el cajón.

Unas llaves de automóvil y un brazalete rojo con la insignia nazi es lo que encuentro.
Trago saliva, guardo todo y me voy a la ventana para cerciorarme de que nadie va a venir a visitarnos esta noche.
Dudo mucho que alguien pueda ser bienvenido, porque en esta situación, sólo es bienvenida la familia.
Y la única familia que me queda de estas paredes hacia fuera, es Emilio...
Y no sé porque... Pero me parece que Emilio ya no va a venir aquí, porque él ya ha estado aquí...

Sagasta VI: Medidas preventivas

Luis Prieto, aquel canalla que me obligo a disparar sobre Emilio Murillo, nos reunió a unos cuantos frente al hospital donde los presos republicanos guardaban su suerte. Riego también se encontraba ahí, perdonándome la vida con su mirada. Prieto, con su siniestra aura, se dirigió al pelotón, paseaba entre nosotros mirándonos de arriba abajo como si nos estuviera evaluando, hablaba de las nuevas órdenes del mando, debíamos reunirnos en Sevilla con el grueso del ejército y ahí continuar nuestro avance hacia el norte hasta llegar a Badajoz, la única provincia que resistía la sublevación en la frontera con Portugal, una vez conquistada, el oeste sería nuestro de norte a sur y podríamos aunar fuerzas con el ejército de Mola. Pero el verdadero propósito de aquel discurso no era la próxima campaña de guerra, Franco estaba decidido a avanzar sin correr riesgos, el verdadero propósito era el destino de los presos, no podíamos arriesgarnos a dejarlos atrás, dándoles la posibilidad de que se volvieran a levantar y que nos atacaran por la retaguardia. Las órdenes eran claras, no hacer prisioneros.

Unos pocos soldados tomaron la decisión con pesar, nadie lo decía, ninguna de las caras de los ahí presente mostraba una mueca de disgusto, no se atrevían, pero los ojos hablaban. A decir verdad, los presos de aquel hospital corrían mejor suerte que los que estaban retenidos en el colegio, custodiados por miembros de la legión extranjera. Nosotros, los regulares, les ofreceríamos una muerte rápida, en cambio, aquellos miembros de la legión extranjera, se recrearían entre torturas, vejaciones y humillaciones, dios sabe lo que habrán sufrido los prisionero.


Prieto decidió que las ejecuciones se realizarán en el exterior del edificio, a la vista de todos, sería un buen ejemplo para todo aquel que osara levantarse contra nosotros. Unos entrábamos a buscar a los presos para entregarlos a la muerte mientras otros disparaban en el pelotón de fusilamiento al grito de fuego. No tuve fuerzas  para mirar a los ojos al padre que iba junto a su hijo, de unos catorce años de edad, el niño sollozaba mientras lo llevaban frente al pelotón, aquel era el mismo chiquillo que disparó una bala que impactó en los testículos de un soldado descuidado. Otra chica joven alzó el brazo izquierdo, cerrando el puño y gritando por la república mientras  los fusiles acallaban su lema.


Entré en busca de un rojo para enfrentarle a las balas del pelotón de fusilamiento, el soldado Piqué,  custodio de algunos presos, me entregó a un joven de aspecto deplorable, era Santiago, el destino hizo que el hombre que debería llevar a morir fuera el último al que quisiera ver aquel día, un hombre inocente sentenciado por celos.  Santiago y yo nos encontrábamos solos recorriendo los pasillos, las estancias estaban desiertas a nuestro alrededor, el ambiente era de luto. He visto morir a muchos a mi alrededor, maté a Emilio Murillo, mi amigo, por traidor, hubiera matado a cien traidores más, pero lo de Santiago no iba a ser un ajusticiamiento, lo de Santiago era un asesinato, por un ajuste personal que no iba conmigo.


Me desvíe del camino hasta la puerta de atrás, me cercioré que nadie estuviera por los alrededores, por suerte, la guardia acababa  de pasar. Santiago me miró desconcertado mientras aflojaba la cuerda que apresaba su muñeca, le dije que se marchara, que se marchara lejos, sin despedirse de nadie, ni siquiera de Pilar. Santiago me dio la mano agradecido, miro a un lado y a otro y corrió hacia la libertad.


Mientras algunos soldados lanzaban a los muertos en zanjas que habían cavado, me senté sobre una roca observando los dibujos que formaban las nubes anaranjadas, pintadas así por los últimos rayos del sol al atardecer. Dejé mi distracción para ver a Riego que parecía buscar entre las zanjas una cara familiar entre los cadáveres. El soldado dejó lo que hacía con desánimo como sí no hubiera encontrado lo que andaba buscando para a continuación, lanzarme el dardo de la sospecha con una mirada envenenada.



Sagasta VII: Los rojos prados

Partimos hacia el norte recién empezado agosto, evitamos poblaciones para avanzar a través de los campos sin miedo, que miedo íbamos a tener cuando nuestra superioridad era evidente, Joan March, un importante banquero del país, financiaba nuestra guerra, su dinero servía para pagar a los alemanes que aprovisionaban a nuestras tropas con armas, vehículos y algunos productos de primera necesidad. Estábamos mejor preparados, éramos soldados profesionales, avanzábamos juntó a las unidades motorizadas y toda nuestra artillería para aplastar aquella plaga roja como a insectos.

La misión de nuestro pelotón, bajo el mando de Luis Prieto, era la de adelantarnos en el camino dejando atrás el grueso de nuestro ejército  Prieto dividió a su  pelotón en tres escuadras para peinar la zona de cualquier resistencia de la milicia y evitar que nos sorprendieran por la retaguardia a la hora de alcanzar nuestro objetivo. Nuestra escuadra se adentró en una zona de campos abiertos y hierba alta, la encabezada el cabo Fernando Cárdenas al que llamábamos El Rubio, un hombre callado y respetado, a veces quien no le  conocía lo confundía con algún extranjero debido a sus intensos ojos azules, pero era español como el que más. Riego, con el que no hablaba desde hace días, le seguía, Pedro y yo completábamos el grupo juntó a Navarro y García, dos amigos que no dejaban de contarse chistes entre ellos, sabía que algún miliciano oiría sus carcajadas a kilómetros, pero El Rubio no decía nada, concentrado y callado como de costumbre.

Sentí como García caía a mi espalda, en un acto instintivo los demás nos echamos cuerpo a tierra buscando la cobertura en un pequeño muro de apenas un metro de alto, cerca de nuestra posición. García se levantó sacudiendo su bota maldiciendo, había resbalado con una moñiga de vaca. Todos reímos por su torpeza, incluso El Rubio rió disimuladamente, Navarro hacía burlas que enojaban aún más a su amigo. Un trueno sonó en el cielo despejado, todos volvimos a la realidad, todos menos García, con dolor puso una mano en su espalda y con un débil gemido se desplomó, tiñendo de rojo el prado.

"!Disparad a los huevos¡" La voz procedía de una columna de árboles  cercana frente a nosotros. Conté un grupo de unos veinte hombres, lanzando todo tipo de insultos mientras buscaban nuestra muerte. El Rubio ordenó que nos mantuviéramos a cubierto mientras las balas volaban sobre nuestras cabezas, todos acatamos la orden, todos menos Navarro que con lágrimas en los ojos disparaba despreocupando por su vida, con su rabia alcanzo a dos milicianos, El Rubio lo tiró al suelo antes de que una bala le alcanzara a él. Pronto llegaron nuestros refuerzos desde el franco izquierdo, unos treinta soldados antieron fuego a discreción, el cruce de disparos duró poco, al verse superados aquel pequeño número de hombres huyo abandonando su cobertura siendo alcanzados por las balas de nuestros refuerzos, uno de ellos corrió hacia nuestra posición suplicando por su vida durante la carrera, El Rubio silenció sus palabras con un disparo certero en su cabeza.

Pasado el peligro, nos unimos a los refuerzos arrastrando el cuerpo de nuestro compañero caído, agradeciéndoles el apoyo, el sargento del pelotón , Filadelfio Ventura, estaba junto a dos hombres maniatados sentados en el suelo, decían que los milicianos les habían capturado por apoyar a los sublevados, Ventura decidió liberar al primero, con rapidez aquel hombre liberado recogió el fusil en el suelo de uno de los milicianos caídos y disparó a Ventura, causándole una muerte instantánea, dos soldados abrieron fuego contra aquel perro que acababa de matar a su sargento. El segundo preso miraba desafiante a los demás hombres que se acercaban a él jurándole la muerte, una lluvia de patadas interminable ofreció una muerte cruel a aquel traidor. Al parecer aquellos dos hombres aprovecharon la huida de sus compañeros para cubrirse y atarse ellos mismos ofreciendo una interpretación perfecta.



Esa experiencia me sirvió  para conocer mejor a mi enemigo, aquellos dos hombres hubieran podido irse de rositas, pero entregaron su vida por matar a uno solo de nosotros en una acción tan suicida como inútil. Yo no quiero morir, quiero vivir por ver el nuevo país que creáremos, quiero estar junto a madre y padre, reñir con mi hermano y proteger a mi hermana. Quizás  aquellos hombres eran más fuertes que yo, no discuto su valentía, quizás lo hubieran perdido todo y no les quedaba nada por lo que luchar. Lo que está claro es, que yo no soy como ellos, no estoy dispuesto a perder mi vida de una manera tan estúpida.


viernes, 18 de abril de 2014

Sagasta V: Hombres y monstruos

Riego salió de la habitación mientras se frotaba los nudillos aparentemente doloridos, buscando con una sonrisa disimulada algún signo de aprobación en mí que no encontró. Durante las dos horas precedentes, desgarradores gritos y tronantes golpes  sonaban a través de las paredes, haciendo que los presos sentados en el umbral de la puerta se encogieran entre sus rodillas, cuando Riego giró el pasillo, perdiéndole así de vista, me dispuse a descubrir en que había  ocupado su tiempo mi compañero.

Abrí la puerta temeroso, como los chiquillos adentrándose en alguna leyenda negra que sus ancianos les contaron. El preso estaba atado por los brazos de la silla en la que se hallaba sentado, sólo vestía unos calzones blancos manchados de sangre y orín, los moratones, las heridas y las quemaduras de cigarro eran la prueba de que el soldado se había ensañado con el joven ¿su delito? El amor correspondido de Pilar, la mujer a la que Riego deseaba. Cuando acerqué mi mano a su mentón para ver mejor su rostro, el chico apartó la cara como un animal asustadizo, no tenía miedo de mí sino de mi uniforme, quizás pensara que mi cometido era proseguir con la tortura. Le pregunté cual era su delito y el me contestó negando con la cabeza que no era ningún rojo, volví a lanzar la misma cuestión alzando más la voz, al fin contestó, contestó que no lo sabía, que aquel otro soldado fue a buscarle por la noche a la casa de sus padres y le trajo hasta aquí, aquel otro soldado le obligaba a confesar un delito que no había cometido.


Terminé mi guardia pensando en aquel chico,  antes de abandonar la habitación, me hizo prometer que le dijera a sus padres que estaba bien, su nombre era Santiago Golvano, hijo de un carpintero conocido en la ciudad, decidí concederle el deseo nada más salir del hospital. Cuando llevaba caminando un buen rato a solas con mis pensamientos, el joven soldado Pedro me sorprendió en una estrecha calle, sólo iluminada por unos escasos rayos de luna, preguntó a donde me dirigía con tanta premura, unos recados contesté,  decidió acompañarme sin pestañear, al parecer, no tenía nada mejor que hacer que seguirme a todas partes.





Estábamos a punto de llegar a nuestro destino, yo en silencio ya que Pedro hablaba por los dos, cuando de pronto, un grito de mujer sacudió  la calma de la noche, corrí hacia la voz que pedía auxilio, sentí el paso algo torpe de Pedro a mi espalda, a cada zancada sentía que estaba más cerca del foco de la voz. La voz me guió hasta una callejuela sin salida donde una casa abandonaba acogía en su interior la desesperada voz. La puerta estaba abierta y me adentré sin dudar, Pedro decidió esperar afuera, "!Serás mía te guste o no¡" una voz se alzaba sobre los gritos cada vez más débiles, Riego estaba sobre el cuerpo de la joven Pilar semidesnuda, las manos del soldado rodeaban el cuello de la chica con fuerza. Me abalance sobre Riego propinando un fuerte puñetazo sobre su mejilla, tumbé a aquel cabrón de un plumazo,  miré a Pilar, aún estaba viva. No reconocí a mi amigo, aquel hombre no era él, aprovechó la guerra para solucionar sus rencillas personales, acusando a un hombre inocente y violando a la mujer que amaba, parece ser que la guerra convierte a los hombres en monstruos. Riego me dirigió una mirada revanchista desde el suelo mientras frotaba su mejilla magullada, se levantó y se dispuso a marcharse. Antes de que abandonara la estancia le dije que ya estábamos en paz, a fin de cuentas, el fue el que me puso en su día una pistola en la sien.


jueves, 17 de abril de 2014

Murillo I: Decisiva incertidumbre

Enero del 1936

Hay momentos en los que uno debe tomar una serie de decisiones. Y por ellas, nuestro país está empezando a padecer y pasear un estado de lucha interna que no sé muy bien dónde llevará.
Soy de Extremadura. Nací en Badajoz, pero mi pueblo de acogida fue Almendralejo. Y soy campesino. Sí, lo digo con la cabeza bien alta. Campesino.
Es probable que el hecho de que sea escritor haga de mí, un campesino diferente. Diferente al que ellos dicen, por lo menos. Un gremio al que muchos tachan de inculto y en el que yo me he colado para desmentirlo a base de letras.
Hace un tiempo ya, que no empapo papeles en tinta ordenada. Dejé de hacerlo cuando mi mujer, María, falleció por una neumonía, hace un año.
Ella sacó adelante a nuestros dos hijos mientras yo trabajaba el campo a la salida del sol y unía palabras en su ocaso.
Sólo tuvimos dos hijos, pues al tener el segundo bebé, tuvieron que extirparle el útero, para prevenir alguna enfermedad mayor. Y mayor o menor, fue una enfermedad la que se la llevó.
Ella lo dio todo por la familia y ahora la familia no puede darle nada a ella.

Nuestro primer bebé, fue una niña. Josefina. Siempre fue un amor de niña. Desde pequeña ayudó a mi María en la casa y gracias a su carácter tan marcado, le sirvió de gran apoyo moral a su madre, cuando ésta decaía y se venía abajo.
Josefina tuvo una hija cuando tenía veinte años. Y la tuvo sólo ella, porque el padre se dio a la fuga. A día de hoy la tengo sólo yo, porque la madre, mi hija, murió en el parto...

Escribo estas líneas viendo cómo Carmen, mi nieta, dibuja con carbón en un papel.  A sus catorce años, está hecha una artista, cómo su abuelo, diría su madre...
Escribo estas líneas con el dolor del recuerdo que me invade el saber que algún día habrá que sentarse junto a ella para explicarle muchas cosas, cosas cómo decirle que María era su abuela y no su madre, como ella piensa.

Nuestro segundo hijo fue siempre un rebelde. Aunque siempre buscaba una causa. Y casi siempre la encontraba...
En casa siempre hemos dejado a un lado los sentimientos políticos para inculcar los sentimientos humanos. Siempre pensé que acogió todos aquellos principios desde el primer día. Que manejó su humildad allá por dónde esté. Pero un día se fue de casa diciéndome que no tardaría en volver. Y de eso hace ya, cuatro años. 
Mi mayor dolor en esta vida es ese. La incertidumbre de no saber dónde está.
He visto morir en mis brazos a mi mujer y a mi hija. He sentido un puñal penetrar en mi interior lentamente. Pero el no saber qué ha sido del único hijo que me queda y lo único que podría quedarle a Carmen, una vez yo muera... Me hace sentir que esa lucha interna en la que decía que estaba el país, esté empezando dentro de mis propias entrañas...

Mi nombre es Claudio Murillo, un campesino y escritor viudo de cuarentitantos años. 
Voy a dejar de arar mis tierras, para labrar las que deje a nuestro paso.
Voy a cambiar la tinta azul por la roja de quien se interponga en nuestro camino.

Ya va siendo hora de que Carmen conozca a su único tío. 
Ya va siendo hora de que Emilio Murillo vuelva a casa. Su casa.

Sagasta IV: Vidas interrumpidas

Se resistían a creer que los días de su gobierno corrupto habían llegado a su fin, el frente popular había llamado a las armas y catetos, que sólo sabían de guerrillas por las tertulias  de taberna, se echaron a las armas. El panadero dejó de amasar la harina para jugar a ser soldado, el herrero decidió grabar a fuego su nombre sobre la piel de hombres buenos que caían, las manos del artesano se alzaban contra nosotros, los campesinos dejaron las cosechas para abonar los campos con los cuerpos de los nuestros y lo peor de todo fue que estaban liderados por soldados que se negaron a seguir nuestra razón. Nuestros hermanos de armas se encontraban al límite de sus fuerzas en la ciudad de Cádiz, los mataban llamándoles traidores, algunos murieron esperando nuestra llegada, lo mismo pasaba en otras capitales andaluzas. Riego a mi lado se encontraba deseoso por pisar tierra, sus ojos se llenaron de cólera al ver a lo lejos la ciudad donde se crió, amenazada por la resistencia republicana.

A nuestra llegada la balanza se decantó a nuestro favor, curtidos en cuarteles y en parajes inhóspitos, aquellos mentecatos no eran rivales para el poderoso ejército Africano, como la pisada de un gigante sonaba nuestra marcha al llegar a tierras ibéricas. El sol brillaba rojo sobre la ciudad como ningún día lo había echo antes, no se apreciaba una gran devastación, pero sí columnas de humo escupidas por el fuego, algunas ráfagas de disparos indicaban que no nos lanzábamos hacia una gran batalla sino hacia la resistencia de unos pocos hombres abrazados a la esperanza, resistiendo y esperando en vano el apoyo por parte de la república. Limpiamos las calles de aquella escoria roja mientras auxiliábamos a nuestros aliados, con la guardia alta  la muerte  esperaba  al girar cualquier esquina, al adentrarnos en algún callejón y desde cualquier balcón o ventana entrecerrada.



No eran soldados, pero lucharon con bravura, defendiendo una causa perdida, no estaban ni mucho menos organizados, simplemente hacían lo que tenían que hacer, entregar sus vidas a la suerte. Al escuchar el rugir de los cañones del gigante, muchos lanzaron sus armas y huyeron hacia el norte, otros  siguieron luchando, aún sabiendo que no vivirían para ver el mañana y los que alzaron las manos en rendición, fueron hechos presos. Aquellos hombres no habían nacido para la guerra, sino para alimentar a sus hijos mediante el duro trabajo de largas jornadas.

Ni mucho menos la guerra había acabado, la mayor parte de las capitales andaluzas fueron liberadas de la influencia republicana,  Zaragoza también respondió a la llamada nacional de la sublevación, habíamos conseguido gran parte de las ciudades del norte como Lugo y Oviedo, en las dos Castillas sólo resistía Toledo y en Baleares la isla de Menorca era la única que aguanta nuestro envite. España quedó dividida en dos, la lucha acababa de empezar. Las vidas de tantos debían quedar en pausa, interrumpidas, hasta alcanzar la completa unidad de nuestra gran nación.

La situación pronto se estabilizo en la ciudad, mi moral y la de muchos otros compañeros había subido después de esa gran victoria, esa misma noche Riego yo y Pedro Reverte, un chico de diecinueve años inexperto entre nuestras filas, nos quedamos en la retaguardia. Riego nos invitó visitar su hogar donde sus padres nos recibieron con los brazos abiertos, al salir de la casa el semblante de Riego se transformó, miré hacia donde él dirigía la vista encontrando a una bella joven morena de piel cobriza junto a un chico de ropajes sucios en actitud cariñosa, parecían amantes. Mi amigo se acercó, saludó a la chica y ella le devolvió el saludo con un efusivo abrazo, la chica  le presentó a su querido y Riego estrechó la mano del chico e intercambiaron palabras que no llegué a escuchar. Riego volvió juntó a mí y me confesó con pesar que siempre había estado enamorado de la chica, su nombre era Pilar, le anime dándole palmadas en el hombro y nos marchamos seguidos por Pedro, noté como Riego seguía mirando atrás resignado, como un perro al que habían abandonado.

La mañana siguiente debía hacer guardia, custodiando a algunos presos capturados durante las jornadas de resistencia, no los encerrábamos en cárceles, usábamos pasillos de colegios y hospitales donde los manteníamos sentados en el suelo maniatados hasta que los mandos decidieran que hacer con ellos. Muchas veces los detenidos se hacían las necesidades encima, impregnando el olor en las paredes. Los pasillos del hospital al que acudí estaban llenos de presos, ancianos, hombres robustos e incluso niños que habían sostenido un fusil por primera vez. Saludé a Riego que había dejado la tristeza del desengaño amoroso del día anterior y pareciendo más optimista que de costumbre, estaba con alguien al que había apresado, cuando me fijé en aquel preso no pude salir de mi asombro, era el chico con el que Pilar, la amada de Riego, estuvo flirteando la noche anterior.




miércoles, 16 de abril de 2014

Sagasta III: Tambores de guerra

Las balas que dispararía  eran para Azaña, Quiroga, Negrín o cualquiera que se interpusiera entre mi causa y yo, dirigentes mediocres que han traído la muerte y el hambre  frente a la puerta de la casa de mi familia, pero una de mis balas impactó contra el pecho de Emilio, mi amigo, un precio demasiado alto que debía pagar por devolver la grandeza a mi país. Tengo una bala más reservada en mi fusil, es para aquel oficial hijo de mil padres, Luis Prieto, que me obligó a acabar con la vida de Emilio. Por otro lado, Riego, se disculpaba continuamente con palabras o invitándome a beber, por haberme encañonado con su arma, yo le entendía, que le voy a reprochar cuando yo maté a mi amigo, yo lo veía de esta manera, el compromiso de Riego también fue evaluado y yo era el listón.

 La intentona de golpe de estado del general Mola había fracasado, las guarniciones del norte de África nos adelantamos al día señalado y eso puso en preaviso al gobierno de la república que supo frenar cualquier ataque hacia el poder que amasa. El general Franco por fin decidió entrar en el juego, maldito oportunista, se sublevó en Canarias sin oposición y acaba de llegar a Marruecos, con ese avión alquilado, recibido entre vítores por el grueso del ejército africanista como un salvador cuando hace unos días dudaba si seguir fiel a la república. Llegaron noticias de que nuestros aliados en la península empezaron a movilizarse; en el norte, en el sur, en las islas. Estamos despertando al fin de esta ilusión que a durado demasiado, traeremos al fin el orden y la paz a nuestra patria. Esperamos el momento oportuno para atravesar el estrecho y unirnos a nuestros hermanos en la batalla, mientras tanto contamos con el apoyo de los líderes marroquíes, los imbéciles republicanos bombardearon las mezquita por acabar con unos pocos de los nuestros,  nos hicieron un favor para poner al protectorado de nuestra parte, a la gente del lugar no les sentó muy bien que esos rojos atacarán su lugar sagrado.

Prieto volvió a hacer de las suyas en el puerto, muchos soldados  no superaron la prueba que tuve que superar yo, el castigo que impuso aquel sádico de ojos claros por ser sospechoso republicano consistía en atar a un par de pobres diablos al ancla de una embarcación, compañeros con los que he brindado, reído y cantado, entre ellos hombres que mantenían el temple con resignación y chicos que se hicieron hombres en el ejército y que en el momento de su sentencia llamaban a sus madres entre sollozos como chiquillos aterrorizados. Prieto hacia oídos sordos ante las súplicas y las excusas, decía que él no tenía el conocimiento de la verdad y por lo tanto no los juzgaría, de eso ya se encargaría dios. Es un asesino que nunca se ha manchado las manos de la sangre de sus víctimas, no a sentido el calor de un arma humeante, sobre su conciencia no pesa el alma de ningún hombre al que haya arrebatado la vida, un maldito cobarde que encarga a los demás la realización de las fantasías de una mente perturbada, los soldados bajo su mando acatan con la mirada clavada en el suelo por temor a correr la misma suerte, convirtiéndoles en una extraña mezcla de verdugos y corderos.

 Sumergían el ancla en el mar durante diez minutos, ninguno de nosotros aguantábamos la mirada hacia los eslabones de hierro que se perdían en las profundidades de aquellas aguas, mientras tanto, Prieto, esperaba impasible atento a su reloj de plata, sin regalar ni dejar escapar un segundo de esos eternos diez minutos, incluso después de la última burbuja de aire que subía a la superficie el oficial seguía con su peculiar cuenta atrás. Una vez la espera había finalizado, el ancla se elevaba con los cuerpos empapados en agua y sal de mis compañeros, inmóviles como muñecos de trapo. Como es de suponer nadie superó la prueba. Veinte hombres, traidores o no a nuestra causa, corrieron la misma suerte antes de embarcarnos a nuestro destino.

Llegó al fin el momento, alemanes e italianos, se habían convertido en aliados, nos prestaron ayuda para transportar a diez mil soldados entre regulares y miembros de la legión extranjera  hacia la península gracias a los aviones de transporte Junker, los republicanos trasladaron la totalidad la flota naval a Cartagena por temor a que nos apoderásemos de algún navío, aquello nos dejo vía libre para abordar el estrecho. Sentí una mezcla de euforia y tristeza mientras estaba embarcado en el Junker , la imagen de los compañeros que había dejado atrás me vino a la cabeza una y otra vez, pero aquel fue sólo un aperitivo de los horrores que viviría, no había vuelta atrás, empezaba a desear que aquel corto trayecto hasta la península durara eternamente y que el único sonido bélico que escuchara fuera el de los tambores de guerra que sonaban con estruendo mientras alzábamos la voz en aquellos cantos de revolución, acompañados de la bravuconería con la que pretendíamos hacer frente al poder y las palabras valientes que se usan para conquistar a una mujer. A la hora de la verdad, los tambores de guerra no son más que retumbes de un pasado al que de alguna manera quieres volver, porque la guerra no es un camino de rosas hasta el triunfo. La guerra es algo más real.