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miércoles, 8 de abril de 2015

Concurso narración corta Uned: La conciencia de un soldado.


La conciencia de un soldado

por

Gabriel Melis

(estudiante UNED)






Mi nombre es Eduardo Sagasta, aunque no importe, un hombre más de tantos que creyó en la gran mentira. Entre reyes que no dieron la talla y hombres que se creyeron dioses, nuestro país perdió la grandeza de antaño, sé muy bien de lo que hablo, vengo de una familia culta, mi padre fue dueño de tierras que  esos campesinos idiotas reclamaron. Después de que Primo De Rivera se marchara, nuestro rey, al ver la que se le venía encima se fue del país con el rabo entre las piernas. Así vinieron esos republicanos, nos embaucaron con promesas vacías, mentiras y discursos de cambio, con el fin de hacerse con el poder . Me lo creí, pero no me di cuenta hasta sentir sobre mi espalda el frío acero de la traición. En la república gobernaban las izquierdas o gobernaban las izquierdas, sino que se lo digan al pobre Gil Robles que ganó con toda justicia las elecciones del treinta y tres con su partido de derechas ¿Qué hicieron las malditas izquierdas? Casi queman el país con esos cerdos de la CNT al mando. Tuvimos un nuevo gobierno formado por esas izquierdas, un gobierno estéril que miraba con pasividad como las calles de nuestras ciudades se teñían de sangre, como quemaban iglesias y como mataban a buenos hombres, sólo por no compartir las mismas ideas. Estas eran las noticias que recibía de mi familia en Madrid mediante las escasas cartas que llegaban al frente. Mis botas llenas de arena y la impotencia de no poder hacer nada hacían que mi estancia en el norte de África fuese un infierno. Se oían rumores de que altos mandos del ejército estaban trazando un plan que nos llevaría a la liberación.

 Cara a cara nos encontrábamos dos soldados y amigos con cervezas en mano en la mesa de una cantera cerca del cuartel de la ciudad de Melilla. Pablo Riego y un servidor hablábamos entre susurros, nunca se sabe quien puede poner el oído cuando se habla de traición. Él contaba con información privilegiada debido a que era hombre de confianza de oficiales que apoyaban la sublevación y yo era hombre de confianza de Riego. Me comentó que el general Mola estaba preparando algo gordo para al fin acabar con la república, el momento de la verdad se acercaba,  algunos decididos a dar el paso, otros en cambio dudaban, uno de ellos el general Franco, acomodado en sus Canarias, había mostrado vacilaciones y no se le veía implicado en la causa, parecía alguien que se arrimaba al sol que más calentaba. Interrumpimos la charla de golpe cuando un joven oficial, Luis Prieto pasaba por nuestro lado con semblante extraño y mirada gélida.
Los siguientes días después de aquella charla percibí un ambiente tenso, los soldados nos mirábamos con recelo, aunque quizás fueran imaginaciones mías, ya fuese por el calor de Julio o porque en cualquier momento debería actuar. Incluso me había distanciado algo  de mi gran amigo Emilio Murillo. Emilio era lo más parecido a un hermano que podía tener lejos de casa, él me respetaba y  admiraba por que  a pesar de venir de buena familia y haberme podido librar del servicio militar por influencias de mi padre,  decidí alistarme en el ejército sin privilegio alguno con la intención de hacer carrera.  Yo lo admiraba por su honradez y humildad, además, le debía la vida, en Tetuán se llevó una bala por mí, gracias a dios sólo fue un rasguño. No hablábamos de política, él no se enteraba mucho, sus únicas ambiciones; comer, dormir y respirar aire.
El golpe de estado de Mola era inminente, las conversaciones de taberna eran más silenciosas, las miradas llenas de incertidumbre se clavaban entre hombres que meses antes habrían dado la vida los unos por los otros, éramos mayoría los que queríamos la insurrección, pero no se sabía quien podía ser una manzana podrida. Llegaban noticias de que la república, acobardada ante el león que acechaba, había ordenado la detención de cualquier sospechoso de sublevado entre nuestras filas. Los mandos fieles a la causa de nuestra liberación no tardaron en reaccionar, en cuestión de horas nuestras guarniciones se hicieron con Ceuta, Melilla y Tetuán sin encontrar apenas resistencia. Algunos soldados traidores a la causa intentaron desertar, muy pocos lograron escapar, Riego vino a verme a los barracones, dijo que Prieto le mandaba buscarme ¿Por qué tanto interés en mí? Pronto lo sabría. Me presenté ante él, en los muros exteriores del cuartel, se encontraba de pie junto a otros soldados y alguien al que habían apresado, el prisionero llevaba la cara cubierta por un saco de harina. Prieto tenía el aspecto de alguien pulcro que nunca había sangrado en batalla, mientras con una cucharilla removía el café de la taza que sostenía en sus manos se dirigió a mí diciendo que debía mostrar mi lealtad a la causa ¿Acaso no era yo de fiar? Ordenó qué fusilará al traidor que se mantenía a duras penas en pie frente al muro. Alguien colocó un fusil entre mis manos, Prieto ordenó que descubrieran el rostro del traidor. De golpe baje el fusil porque frente a mí estaba Emilio.
Parecía que Emilio había sufrido una brutal paliza después de su captura, a pesar de su lamentable estado se mantenía erguido y firme mirándome a los ojos con la cara ensangrentada, yo no podía devolverle la mirada, mis piernas temblaban y mis brazos perdieron las fuerzas para sostener aquel fusil que debía acabar con la vida de mi hermano de armas. Aquel cerdo de oficial quería que acabara con Emilio por que todo el mundo sabía de mi buena amistad con él, además, quería que el preso recibiera el castigo más duro, su vida arrebatada por una persona que estimaba. Prieto insistió pero oía su voz en la lejanía aunque estuviera a dos metros de mí. Sentí una presión en la sien. Prieto ordenó a Riego que apretara el gatillo de la pistola que presionaba mi cabeza sino cumplía las órdenes. En aquel momento decidí que no podía morir por aquel traidor de Emilio. Cerré los ojos con fuerza para que la oscuridad me guardara de cualquier ápice de luz y acaricié el gatillo de mi fusil, un estruendo retumbó en el silencio, aún mantenía mis ojos cerrados cuando sentí el cuerpo de mi amigo dejar caer todo su peso sobre el suelo.
Prieto volvió a hacer de las suyas en el puerto, muchos soldados  no superaron la prueba que tuve que superar yo, el castigo que impuso aquel sádico de ojos claros por ser sospechoso republicano consistía en atar a un par de pobres diablos al ancla de una embarcación, la cual sumergían al mar durante diez minutos, había hombres que mantenían el temple con resignación y chicos que en el momento de su sentencia llamaban a sus madres entre sollozos como chiquillos aterrorizados,  ninguno de nosotros aguantábamos la mirada hacia los eslabones de hierro que se perdían en las profundidades de aquellas aguas, mientras tanto, Prieto, esperaba impasible atento a su reloj de plata, sin regalar ni dejar escapar un segundo de esos eternos diez minutos, incluso después de la última burbuja de aire que subía a la superficie el oficial seguía con su peculiar cuenta atrás. Una vez la espera había finalizado, el ancla se elevaba con los cuerpos empapados en agua y sal, inmóviles como muñecos de trapo. Como es de suponer nadie superó la prueba. Veinte hombres, traidores o no a nuestra causa, corrieron la misma suerte antes de embarcarnos a nuestro destino. En aquel momento me di cuenta de que la guerra no era un camino de rosas.
Los rojos se resistían a creer que los días de su gobierno corrupto habían llegado a su fin, el frente popular había llamado a las armas a catetos, que sólo sabían de guerrillas por las tertulias  de taberna. El panadero dejó de amasar la harina para jugar a ser soldado, el herrero decidió grabar a fuego su nombre sobre la piel de hombres buenos que caían, las manos del artesano se alzaban contra nosotros, los campesinos dejaron las cosechas para abonar los campos con los cuerpos de los nuestros y lo peor de todo fue que estaban liderados por soldados que se negaron a seguir nuestra razón. No eran soldados, pero lucharon con bravura, defendiendo una causa perdida, no estaban ni mucho menos organizados, simplemente hacían lo que tenían que hacer, entregar sus vidas a la suerte. Al escuchar el rugir de los cañones, muchos lanzaron sus armas y huyeron hacia el norte, otros  siguieron luchando, aún sabiendo que no vivirían para ver el mañana y los que alzaron las manos en rendición, fueron hechos presos, para más tarde ser fusilados.
Tras meses de intenso combate llegó Septiembre y con ello nuestra llegada a Toledo,  Franco también estaba ahí, unos días antes, los nacionales habían entrado triunfantes en la ciudad, acabando con el asedio del alcázar.
En un primer momento el objetivo después de la campaña de Badajoz era Madrid, pensé que por fin podría reunirme con mi familia y comprobar que estaban bien. Pero Franco decidió desviar a buena parte del ejército hacia un punto, de poca importancia estratégica, que era Toledo ¿la razón? socorrer a los hombres que durante más de dos meses resistían el ataque del ejército republicano en el alcázar .  La ciudad vivía un ambiente de júbilo y alegría ante la llegada de Franco, un ambiente festivo que contrastaba con lo que yo había vivido en los primeros meses de esta guerra.
En una vieja taberna, que había sufrido los estragos de la guerra, unos pocos compañeros y yo encontramos a un superviviente del alcázar, era guardia civil y se apellidaba Sacristán, entre el mobiliario destrozado encontramos una botella de vino polvorienta, el tabernero, ferviente republicano, había abandonado la ciudad antes de nuestra llegada. Sacristán sacó cinco copas igual de polvorientas y sirvió el vino en ellas para relatarnos su historia. La falta de suministros, como el agua, un bien escaso, al igual que la munición que debían usar con tiento. El hedor de los compañeros muertos se metía en las fosas nasales provocando que a día de hoy aún sintiera aquel nauseabundo olor. Debían quemar los cuerpos apilándolos como sí fueran rastrojos mientras los rojos se burlaban y reían de ellos en el exterior de los muros. El guardia civil concluyó la historia ensalzando a Franco, el salvador que se había preocupado por los pocos hombres que habían quedado atrapados en el alcázar. Bebió su copa de un buen trago y gritó " !Viva Franco¡" uno de mis compañeros siguió su consigna alzando su copa. Aquel viva a Franco se repetía en toda la ciudad durante todo aquel día, la gente lo veía como un salvador, como un ángel enviado de dios, había retrasado el ataque a Madrid por unos pocos hombres, poniendo así en peligro el fin de nuestra causa. Pienso que a los que mandan les da igual la vida de unos pocos hombres, pero enseguida me di cuenta de aquella jugada maestra. Franco arriesgo la causa por una posición sin importancia acrecentando su liderazgo en aquel acto temerario, aquel enviado de dios, realizo el acto más heroico de los últimos meses, salvado a hombres a los que convertiría en leyenda y ganándose así a las masas. Patrañas, a Franco le daban igual las vidas de aquellos hombres, aquello era puro teatro y propaganda, había convertido aquella guerra en su guerra, ya no perseguía un bien común de todos sino un propósito personal, el hombre que hace unos meses dudaba en unirse a la rebelión, pretendía liderar este país.
El año treinta y seis llegaba a su fin y la ciudad  de Madrid no caía, lo que al principio vimos como un paseíllo, se había convertido en un vía crucis.  Cada metro de suelo que tomábamos era una victoria, pero  en un suspiro retrocedíamos dos pasos, probando así el amargo sabor  de la derrota. Madrid era una ciudad irreconocible, un feudo inexpugnable plagado de anarquistas y comunistas que se disputaban el mando. Aquellos hombres, los cuales no sabían quien les dirigía tras la huida de su gobierno, se habían preparado bien. Cavaron trincheras para colocar los nidos de ametralladoras y colocaron explosivos al paso de nuestros blindados. Vi con dolor como la aviación alemana bombardeaba mi ciudad, rezaba que ninguno de esos proyectiles alcanzara a los míos, si aún estaban vivos. Nos llegaron noticias de aquella ciudad sin ley, que se había convertido en un templo de inmoralidad y pecado. Los rojos habían entrado en las cárceles ejecutando a presos y liberando asesinos, según cual fuera su condición ideológica. Nosotros también hicimos esa clase de cosas, pero ellos nos obligaron, ellos no eran mejores que nosotros, ellos mataban a curas y violaban a monjas ¿ cómo podría dios, ver aquello con buenos ojos?
Nos batíamos en retirada a la orden de Prieto cuando dos tanques soviéticos abrieron fuego contra nosotros. Nos dispersamos para no ser un objetivo fácil para los cañones. Un compañero y yo nos adentramos en una casa rural que había sufrido la sacudida de los cañones, buscamos cobertura a la espera de refuerzos. Sentí como alguien cargaba un arma, no estábamos solos.
"Mi hija...Mi mujer" un hombre con los ojos rojos por las lágrimas derramadas, nos apuntaba con una escopeta de caza repitiendo aquellas dos palabras una y otra vez. Un chiquillo de unos ocho años a su lado, agarrado del pantalón del hombre, nos miraba atemorizados. Por una de las ventanas pude ver en un huerto trasero, como yacían muertas una mujer y una niña sepultadas en un cráter, puede que fuera uno de nuestros proyectiles perdidos , o puede que fuera del otro bando, el caso es que a  aquel hombre no parecía importarle rojos o azules, quería pagar su rabia con alguien y nos encontró a nosotros. Sin tiempo a reacción, disparó sobre mí. Después de sentir el impacto sentí fuego en el estómago, me retorcí en el suelo tapando el orificio de bala, como sí mi vida fuera a escapar por él. El soldado que me acompañaba aprovechó el retroceso de la escopeta para disparar hasta cuatro veces sobre el padre de familia que había descargado su ira contra mí, se desplomó en el suelo aún llorando mientras el niño aún tiraba de su pantalón. El soldado enfundó su arma y empuñó su puñal, lentamente se acercó  al niño al que acababa de hacer huérfano. El chiquillo retrocedió hasta dar de espaldas con la pared, traté de gritar luchando contra el dolor, pero no pude, apenas solté un quejido, no podía permitir aquello, desenfundé mi arma con las manos manchadas de mi sangre y acerté de pleno el tiro sobre la cabeza de mi compañero. El pequeño salió corriendo por la puerta antes de que me desmayara y me despertara en un hospital, ganándome mi retiro temporal lejos de la batalla.
Tras la toma de Barcelona a principios del treinta y nueve, Madrid se encontraba enfrascada en una guerra interna entre los que querían seguir combatiendo y los que estaban artos ya de tanta guerra. Sus dirigentes huyeron del país acobardados. Franco no aceptaba  ninguna condición en la rendición, después  de meses de tiras y aflojas Madrid se rindió, era el momento de volver a casa y reunirme con los míos, que habían vivido la guerra tras la línea enemiga.  Llegué a la ciudad, junto a dirigentes políticos, demás combatientes y civiles que huyeron cuando la guerra estalló. Pronto me dirigí al barrio que me vio crecer, las tierras a las afueras que pertenecían a mi padre estaban devastadas,  sin cosechas y sin gente que las trabajara. Entré a la casa de mis padres, la puerta estaba abierta y rota. Dentro del hogar todo estaba igual que cuando lo abandoné para irme a hacer carrera en el ejército. Escuché algo en la planta de arriba, subí apresurado, ahí encontré  en una silla sentada a mi madre llorando abrazando a mi hermana. Me acerqué esperando un abrazo, pero sus caras denostaban terror, no por verme a mí sino por ver mi uniforme.  No entendí la razón de tal temor al haberlos
liberado de la barbarie comunista. En cuanto reconocieron mi cara, los tres nos fundimos en un abrazo, haciéndome olvidar del desconcierto del momento. Pregunté por mi padre y mi hermano y el drama volvió a sus ojos. Lo primero que pensé antes de que dijeran nada, es que aquellos cerdos republicanos les habían dado martirio durante estos años, no fue así. Cuando todo se vino abajo, tres años atrás , unos hombres violaron a mi hermana, unos hombres favorables al golpe. El panadero de la calle, un conocido de mi padre le ofreció su ayuda, lo primero que hizo fue quemar la identificación de mi padre, el carné del partido falangista para que otros republicanos no arremetiesen contra  mi familia. A continuación fueron a por aquellos hombres que habían violado a mi hermana. Los violadores murieron por las heridas después de días de tortura, les cortaron los huevos y se los lanzaron a los perros. Mi padre y mi hermano habían luchado entonces junto a la milicia, hasta que cayó Madrid. Mi hermano consiguió exiliarse, pero mi padre no, se quedó esperándome, pero los soldados nacionales llegaron antes que yo, alguien le delató, la ciudad estaba llena de chivatos en las jornadas posteriores del final de la guerra.  Estaban a punto de fusilar a padre al otro lado de la calle.
Corrí todo lo que pude hasta cuando mi aliento se cortó, más rápido incluso que cuando las balas volaban sobre mi cabeza en el campo de batalla. Cuando llegué al lugar que me había indicado mi madre, pude ver a seis hombres a los que apeaban contra la pared. Ahí estaba mi padre con la mirada hundida en vergüenza. Prieto y sus hombres estaban preparando sus armas para ejecutar a los prisioneros. Llegué antes de que abrieran fuego, suplicando que detuvieran la ejecución, el que estaba ahí era mi padre. Prieto, aquel sádico oficial de mirada fría, advirtió que sí seguía con la protesta, me mandaría fusilar a mí también. Mi padre me miró con pesar, me acerqué a mi padre y le abracé con todas mis fuerzas, mezclando el reencuentro y la despedida en aquel abrazo, él me abrazó con más fuerza aún. Prieto alzaba su fría voz mientras miraba la escena con sus ojos de hielo lanzándome amenazas. Pensé en Murillo, si valió la pena cumplir la orden que quitó la vida a mi amigo, pensé en el país que había soñado que nada tenía que ver con esto, un nuevo país levantado sobre miles de muertos, pensé en mi familia .Tiré mi pistola, me quité las insignias del uniforme y me coloqué en la pared junto a los demás condenados. Padre me pedía que me apartara y yo negué firme y decidido con la cabeza, él miraba orgulloso con una sonrisa y lágrimas en los ojos. El tono de Prieto se elevó sobre el luto del lugar. Siete hombres estaban ante nosotros para darnos muerte, conocía las caras de cada uno, había combatido junto a ellos. Seis fogonazos salieron de sus fusiles a la orden de fuego. Vi a mi padre caer a mi lado junto a los otros cinco prisioneros, yo seguía con vida, nadie se atrevió a dispararme.
Incluso Prieto me miró con misericordia   y miró a sus hombres, estaba dispuesto a perdonarme  la vida, pero yo no me moví de aquella pared, sentía mis lágrimas resbalando sobre mis mejillas, no me quedaba nada por lo que creer, tenía dos opciones, vivir como un cordero el resto de mis días o morir como un hombre.  Prieto ordenó a sus hombres que se movieran, a mí también me lo ordenó, pero seguía quieto ahí, como una estatua. Alcé mi brazo izquierdo con el puño cerrado, los ojos de Prieto se abrieron incrédulos, ordenó a un joven soldado que me apuntara, aquel soldado me recordó a mí el día en el que hace tres años le quité la vida a un buen amigo, pedí a aquel soldado que lo hiciera, por fin entendí lo que sentía Murillo o eso quise creer. Un fogonazo salió del fusil del joven soldado, sentí paz, sosiego en el dolor, y la oscuridad me invadió.
 Como dije al principio de mi historia, mi nombre no importaba, Eduardo Sagasta, un  hombre más que creyó en la mentira de la democracia, la mentira de la república. Soy Eduardo Sagasta, uno más que murió en la mentira de una guerra que prometía algo mejor.


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