El país entero estaba en un estado de júbilo que no se recordaba en años, la Italia de finales de Mayo de 1934 era una fiesta que dejaba en un paréntesis los años de la dictadura de Musolini, pero la realidad es que todo era un espejismo, el mundial era una máscara que cubría el rostro ensombrecido de nuestra Italia. Quizás nadie entienda qué es el fútbol para mí, en estos tiempos una manera de huir de la realidad, algo que mis compañeros y yo disfrutamos, los entrenos y los partidos son una burbuja que nos guarda de la miseria que nos rodea, acabamos esxautos en el terreno de juego, para así no tener fuerzas para pensar en lo demás. No jugamos por defender una camiseta o una nación, jugamos por cada uno de nosotros, por nuestro propio orgullo y por que en el terreno de juego nos sentimos más libres de lo que nunca podamos ser, sólo dependemos de la decisión del colegial y de las reglas, pero nuestrs estrategias y nuestra entrega son sólo nuestras.
Me llamo Gioseppe Meazza, no soy supersticioso, mi dorsal es el trece, defiende la camiseta de mi equipo, el Inter de Milán como mejor sé, con goles. El seleccionador, Vittorio Pozzo daba las últimas instrucciones en el vestuario mientras miraba a mis compañeros que habían sido rivales en otros clubes, por dentro sentía frustración por no poder enfrentarme a Uruguay, la única campeona del mundo hace cuatro años, Mussolini había movido sus hilos para que el mundial se celebrara en Italia y Uruguay sabía de ello, por eso declinó la invitación a participar en la competición y se negó a defender su título. Nuestro rival en la eliminatoria era Estados Unidos, un país con poca cultura futbolística, pensaban que un balón de fútbol tenía forma de melón.
Un soldado interrumpió la charla del entrenador sin llamar a la puerta, nos miró a todos con una sonrisa maliciosa, durante unos instantes aguantó mi mirada desafiante, nos dijo que era la hora de salir al campo, salí tras Angelo Shiavio que miró con cara de pocos amigos a aquel soldado. Antes de que el entrenador saliera tras nosotros del vestuario el guardia le ordenó detenerse. Seguimos avanzando por el túnel de vestuario junto a los jugadores estadounidenses hasta salir al terreno de juego. Una rara sensación recorría mi espalda, no sabía sí me dirigía hacia el inicio de un partido de fútbol o hacia un enfrentamiento contra leones, como en las historias que escuche sobre los romanos y sus juegos. La gente aclamó nuestra entrada al campo en un grito unánime y ensordecedor.
Estrechamos las manos de nuestros rivales y se inició el himno fascista, todo el mundo alzó la mano derecha en alto bajo la atenta mirada del Dulce, que se encontraba en el palco y los soldados colocados estratégicamente en el estadio. Mientras cantaba el himno con la mano en alto vi salir del túnel al seleccionador Pozzo con la cara desencajada y la mirada perdida.
La victoria contra Estados Unidos fue contundente, siete a uno. Cuando marqué el séptimo gol en el minuto ochenta y nueve, miré hacia el banquillo buscando la aprobación del seleccionador, pero la mirada de Pozzo seguía perdida, como si su mente estuviera en otro lugar, cuando se dio cuenta de que le estaba mirando, Pozzo volvió en sí y me respondió con un titubeante gesto de aprobación. Me marché preocupado hacia el vestuario cuando abandoné el terreno de juego, Combi, el portero de la selección también se dio cuenta, me preguntó que le pasaba, le respondí encogiéndome de hombros.
El siguiente partido iba a ser más que un partido, la república de España había derrotado a Brasil en Genova, gracias en parte a las soberbias paradas de su portero, Ricardo Zamora, sin duda, un muro difícil de derribar. Nos dirigimos a Florencia para hacerles frente. Se decía que para el Dulce aquello era más que un partido, era una batalla ideológica. Para Musolini todos los males del país fueron a causa de la democracia, democracia de la que España gozaba desde hace un par de años, algunos mandos del ejército nos hicieron saber de camino al estadio que era una obligación moral ganar a España.
El día del partido llegó, los españoles ondeaban con orgullo su bandera roja, gualda y morada. Nosotros estábamos confiados, jugábamos en casa, no teníamos miedo a nada. Pozzo sólo dio una consigna clara, avasallar la portería de Zamora, y así lo hicimos, al menos hasta el gol del español Regueiro en el minuto treinta, sin duda un jarro de agua fría para nuestras aspiraciones. El silencio envolvió el estadio mientras ellos celebraban su gol, mientras yo eché una mirada al banquillo donde no hayé aspamiento alguno de Pozzo, mas me pareció vislumbrar terror en su rostro. El partido siguió, no bajamos los brazos y el orgullo hizo que en el cuarenta y cuatro Ferrari marcara el gol del empate. El marcador no se movió el resto del partido, lo que significaba que al día siguiente debíamos disputar el partido de desempate contra el mismo equipo.
El ánimo de Pozzo era algo más que preocupante, decidí dar un paso adelante y preguntar al seleccionador que le reconcomía, esperé a que mis compañeros abandonaran el vestuario para abordarle, fui directo, aquel semblante no era el de alguien que temía perder, empatar o ganar un partido, era algo más, tras insistir e insistir ante las negativas de Pozzo al fin me lo contó, me hizo jurar que no le contaría nada a mis compañeros. Pozzo me hizo saber que partido a partido los componentes del equipo nos jugábamos algo más que el prestigio y el honor, me hizo saber que Benito Mussolini, quería que la selección nacional ganara el campeonato a toda costa, quería utilizar este deporte para dar prestigio a su régimen, en tiempos tan precarios como los vividos en los últimos años, el fútbol era una vía de escape para los ciudadanos. Lo que le dijo el soldado al entrenador aquella tarde del primer partido es, que debíamos ganar, de lo contrario seríamos castigados, no específico el tipo de castigo, pero tras las muertes y las torturas bajo el régimen del Dulce algo podía imaginarme. Vi un atisbo de alivio cuando Pozzo me confesó su secreto, como sí se hubiera desprendido de un peso al compartir la carga con migo, el entrenador no quería contarle nada a los jugadores para evitarles la presión, y es que cuando uno de juega algo más que el prestigio, cuando uno se juega la piel, la situación de euforia se desvanece.
Al día siguiente sentí aquella presión en el túnel de vestuario antes del partido de desempate, antes de salir a la batalla vomité, mi estómago era un nudo que apretaba en lo más hondo de mis entrañas. Monti y Ferrari se dieron cuenta del estado en el que me amparaba, me excusé en seguida diciendo que era alguna comida que me había sentado mal. Me adentré al terreno de juego dispuesto a dejar en el hasta la última gota de sudor y sangre, estaba dispuesto hacer cualquier cosa por ganar cualquier partido, incluso destruirlos si hiciera falta. Fui el que jugó con más intensidad los primeros minutos de aquel encuentro, en el minuto once llegó mi gol, mis compañeros lo celebraban eufóricos, pero a mí la euforia se me iba en cada latido de corazón. A partir de aquel momento cada minuto se hizo eterno, el tiempo no pasaba al intentar defender el resultado, intentamos ampliar el marcador, pero una y otra vez nuestros disparos se encontraban con las paradas de Zamora. El partido acabó y todos celebraron el pase a semifinales con entusiasmo, todos menos yo, que compartía la carga de Pozzo.
El partido contra Austria se resolvió con un temprano gol de Guaita, a partir de ahí defendimos el resultado como gladiadores, así sólo quedaba una piedra en el camino, Checoslovaquia, que había vencido contundentemente a Alemania con tres goles de Nejedly, este jugador estaba realizando un buen campeonato, con sus cinco goles en el campeonato era un peligro constante para cualquier área rival, sabía de él por que era una pieza importante en su club, el Sparta de Praga.
Mis compañeros estaban eufóricos en el vestuario antes de disputar la gran final de aquel diez de Junio de 1934. El entrenador y yo intercambiamos serias miradas cuando alguien nos sacó de nuestro limbo tocando a la puerta. Pozzo abrió la puerta, un soldado sin decir nada le entregó un telegrama. El entrenador cerró la puerta a la vez que pidió silencio a sus jugadores antes de leer el mensaje, todos obedecieron, sólo algún murmullo cortaba el silencio, mientras el entrenador leía el telegrama en voz inaudible, la transformación en la expresión de Pozzo hacia que la tensión creciera y que nos asfixiara en aquellas cuatro paredes. El entrenador tiró con rabia el telegrama al suelo, Ferrari preguntó inquieto qué pasaba, todos se preguntaban cual era el contenido de aquel mensaje. Recogí el papel del suelo, era un mensaje directo de Benito Mussolini, aquel mensaje sólo contenía una frase, tres palabras, pero que eran suficientes para derrumbar una vida, "Vencer o morir", aquel era el contenido del mensaje, aquel era todo el apoyo de nuestro máximo dirigente, un mensaje teñido de muerte que petrificó a todos, "Vencer o morir". La alegría que unos minutos atrás llenaba el vestuario desapareció, los jugadores se miraban atónitos, el entrenador, al fin, decidió hablar.
-Me da igual como ganen hoy, pero deben ganar, no me valen las excusas ni los lamentos, ellos no son mejores que nosotros, nosotros tenemos algo más por lo que luchar. Piensen en sus familias, en sus hijos, sus padres, piensen en todo lo que pueden perder, piensen en que esos once hombres que encontrarán ahí fuera son lo único que se interponen entre todo lo que aman y ustedes. Hagan todo lo posible por sobrevivir hoy, jueguen sucio si es necesario, al fin y al cabo, la supervivencia trata de eso.
Las palabras de Pozzo sirvieron para salir fortalecidos al tapiz verde del estadio nacional fascista de Roma, los himnos sonaron, Mussolini saludaba a la multitud concentrada en el estadio, vislumbré temor en la cara del árbitro que poseía el balón en su mano, el esférico no tardaría en rodar en cuando el colegial se echo el silbato a la boca. Fue una primera parte igualada, pero a mis compañeros y a mí nos faltaba algo, quizás alegría, o quizás nuestras piernas no respondieran por el miedo. La primera parte finalizó, en un partido aburrido para el espectador, concentramos nuestra estrategia en la defensa por temor a que nuestra portería fuera perforada, por parte de los checos, su estrella, Nejedly, apenas pudo brillar.
Dio comienzo la segunda parte, el ataque de Checoslovaquia era más agresivo, estaban dispuestos a acabar con nosotros, y así fue, a catorce minutos del final marcaron, los ojos de nuestro portero, Combi, se humedecieron, pedía perdón a todos, no había nada que perdonar, intentamos animar al guardameta como pudimos, me quedé con los brazos en jarra y dirigí mi vista al palco, no percibí emoción en el semblante de Mussolini, no había ira, no había enfado, no había nada, le miré como sí fuera un emperador en un circo romano, buscando su aprobación, o esperando que se manifestara con el pulgar abajo.
Les recordé las palabras del entrenador a todos, ellos no eran mejores que nosotros, teníamos mucho por lo que luchar, nos conjuramos por un único objetivo, vivir. Marcamos en el ochenta y uno con gol de Orsi, nuestro delantero, Shiavio, marcó cinco minutos después de que finalizara el tiempo reglamentario, los Checos protestaron por el excesivo tiempo añadido a un árbitro con la mirada aliviada después de nuestro gol. Celebramos con furia la victoria, nos abrazamos y lloramos juntos, manteamos a Pozzi que volvía a reír después de muchos días de angustia.
Cuatro años después, repetimos la hazaña en el mundial de Francia, de nuevo bajo las presiones y las amenazas del régimen, éramos mucho más fuertes. Recuerdo la final contra Hungría, ganamos cuatro a dos, el portero Húngaro sonreía al finalizar el partido, jamás vi a alguien sonreír después de encajar cuatro goles, quizás supiera a que nos exponíamos sí perdíamos. Un año después estallo la guerra que arraso Europa, dejando a su paso, muerte, hambre y miseria, los horrores bélicos, jamás vistos, que dejó aquella guerra relegaron nuestra historia a un segundo plano, todos olvidaron nuestra hazaña. Para nosotros la guerra empezó mucho antes, cuando éramos mucho más que jugadores jugando por honor o diversión, cuando éramos gladiadores que luchaban en la arena por su vida, éramos soldados que nunca dispararon un fusil, nuestras armas eran nuestras piernas, y nuestra bala sólo una, una pelota que decidiría nuestros destinos para siempre.
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