Hace casi tres meses que decidimos lanzarnos a la carretera en búsqueda de mi hijo, Emilio. Y también hace diez minutos que no paro de pensar si esa decisión fue la peor que he podido tomar en toda mi vida. Emilio siempre provocó en mí y en su madre, en paz descanse, un temor continuo por su manera de ser. Y en momentos de flaqueza, a la cabeza me vienen pensamientos horribles, que si se habrá levantado a favor de la República, que si le habrá pasado algo...
Lo peor, es que ambas preguntas tienen respuesta, y las dos estoy casi seguro de saberlo. De si se habrá levantado a favor de la República, garantizado. Todas las cartas que me enviaba de manera trimestral durante estos últimos cuatro años no dejaban de ensalzar la doctrina política roja. Y sobre si le habrá pasado algo, está claro que también, pues no he recibido ni una carta en el último medio año.
Miro a Carmen, ella es la única que consigue levantarme de la ciénaga mental en la que estoy metido. Amo la mirada de mi nieta. Tiene los mismos ojos claros que su madre y que su abuela.
Amo su mirada porque me envuelve en una ola de recuerdos.
Amo su mirada porque me guía cuando pierdo el norte.
Amo su mirada porque sus ojos hablan, y hablan como no lo hace su boca.
Carmen es muda.
Carmen se dejó en el interior de su madre todas las palabras que yo he regalado al papel y por muchas de las que ahora se reivindican y matan entre sí, muchas personas.
Personas de una misma nacionalidad, religión e incluso de una misma familia, que es peor.
Hace poco que hemos traspasado la frontera de Huelva y seguimos nuestro camino al sur, hacia Cádiz. Emilio se alistó en el ejército y todas las cartas que me enviaba, llegaban desde Cádiz.
Es lo único que tengo claro. Que me escribía desde Cádiz y que un tal Eduardo Sagasta era quién le apoyaba moralmente cada día y por quién moriría o mataría. Esas cosas son las que hacen que un padre se sienta tranquilo. Las amistades de los hijos. Y Emilio, por fin, pareció tener suerte al escoger una amistad.
A lo lejos vemos una casona entre el bosque y a medida que nos vamos acercando, me voy dando cuenta que en suelo hay varios cuerpos tirados, al parecer, sin vida alguna. Carmen me agarra del brazo con ímpetu y me niega con la cabeza insistentemente, a la par que sus ojos se cristalizan.
Abrazo a mi nieta y tomo su cabeza contra mi pecho para que se tranquilice. Le susurro despacio al oído que no se preocupe, que tenemos que seguir adelante y que mientras yo viva, nada ni nadie le hará daño.
Llegamos a la casa, dejando a un lado todos los cadáveres que había en el suelo, y entramos. El olor que desprende la vivienda es perfectamente lo peor que haya podido oler en toda mi vida.
Huele a sangre, huele a muerte...
Carmen va cogida a mí sin dejar de sollozar y con la respiración agitada. Todos los cuerpos que veo son de militares, veo la bandera de nuestro país en sus ropas y un águila los caracteriza de manera común.
Carmen se agacha al suelo a vomitar, lo que provoca que yo también lo haga. El hedor es inaguantable.
Seguimos investigando en la casa y llegamos a la cocina, donde lo único que encontramos para llevarnos a la boca es pan duro. Meto el pan en nuestra bolsa y subimos las escaleras de la casa.
Carmen no deja de llorar, ahora porque nos acompañan en cada peldaño, una ristra de letras regadas en sangre. En la pared, se puede leer la frase de "Arriba la República".
Al subir, entro en la habitación y me sorprende ver que es la parte de la casa menos deteriorada. Luego entiendo que los que hicieron lo que hicieron, no quisieron dormir rodeados de tal masacre.
Carmen se sienta en la cama, se acuesta abrazándose a sus propias rodillas y sin dejar de llorar, se duerme. Como cuando era un bebé y para que se durmiese, era necesario esperar que se enfadara, para que ella sola, quedara rendida en la cama.
Abro los armarios y cojo aquello que creo que puede servirnos de algo. Algo de ropa que no pese, unas cerillas, una navaja, unos prismáticos y tabaco.
Tabaco... Hace tanto que dejé de fumar...
Enciendo un cigarro y la primera calada me sienta a gloria bendita. Me siento en el sillón que hay al lado de una cómoda, a los pies de la cama donde duerme mi pequeña.
Al sentarme, o mejor dicho, al dejarme caer en el sillón, golpeo el cuarto y último cajón sin querer y se abre.
El cajón tiene agujeros y no queda ni el polvo.
Abro el tercero y me encuentro un bolígrafo. Lo miro de arriba a abajo, pues me es familiar. Me lo quedo.
Abro el segundo y lo cierro de golpe al estar lleno de insectos.
Abro el primero y no se abre. Tiene una pequeña cerradura en una esquina.
Cojo la navaja y haciendo juego, consigo abrir el cajón.
Unas llaves de automóvil y un brazalete rojo con la insignia nazi es lo que encuentro.
Trago saliva, guardo todo y me voy a la ventana para cerciorarme de que nadie va a venir a visitarnos esta noche.
Dudo mucho que alguien pueda ser bienvenido, porque en esta situación, sólo es bienvenida la familia.
Y la única familia que me queda de estas paredes hacia fuera, es Emilio...
Y no sé porque... Pero me parece que Emilio ya no va a venir aquí, porque él ya ha estado aquí...
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