Tras la toma en Barcelona a principios del treinta y nueve, Madrid se encontraba enfrascada en una guerra interna entre los que querían seguir combatiendo y los que estaban artos ya de la guerra. Sus dirigentes huyeron del país acobardados. Franco no aceptaba ninguna condición en la rendición, después de meses de tiras y aflojas Madrid se rindió, era el momento de volver a casa y reunirme con los míos, que habían vivido la guerra tras la línea enemiga.
Llegué a la ciudad, junto a dirigentes políticos, demás combatientes y civiles que huyeron cuando la guerra estalló. Pronto me dirigí al barrio que me vio crecer, las tierras a las afueras que pertenecían a mi padre estaban devastadas, sin cosechas y sin gente que las trabajara. Entré a la casa de mis padres, la puerta estaba abierta y rota. Dentro del hogar todo estaba igual que cuando lo abandoné para irme a hacer carrera en el ejército. Escuché algo en la planta de arriba, subí apresurado, ahí encontré en una silla sentada a mi madre llorando abrazando a mi hermana. Me acerqué esperando un abrazo, pero sus caras denostaban terror, no por verme a mí sino por ver mi uniforme. No entendí ta razón de tal temor al haberlos liberado de la barbarie comunista. En cuanto reconocieron mi cara, los tres nos fundimos en un abrazo, haciéndome olvidar del desconcierto del momento..
Pregunté por mi padre y mi hermano y el drama volvió a sus ojos. Lo primero que pensé antes de que dijera nada, es que aquellos cerdos republicanos les habían dado martirio durante estos años, no fue así. Cuando todo se vino abajo, tres años atrás , unos hombres violaron a mi hermana, unos hombres favorables al golpe. El panadero de la calle, un conocido de mi padre le ofreció su ayuda, lo primero que hizo fue quemar la identificación de mi padre, el carné del partido falangista para que otros republicanos no arremetiesen contra mi padre y mi familia. A continuación fueron a por aquellos hombres que habían violado a mi hermana. Los violadores murieron por las heridas después de días de tortura, les cortaron los huevos y de los lanzaron a los perros. Mi padre y mi hermano habían luchado entonces junto a la milicia, hasta que cayó Madrid. Mi hermano consiguió exiliarse, pero mi padre no, se quedó esperándome, pero los soldados nacionales llegaron antes que yo, alguien le delató, la ciudad estaba llena de chivatos en las jornadas posteriores del final de la guerra. Estaban a punto de fusilar a padre al otro lado de la calle.
Corrí todo lo que pude hasta cuando mi aliento se cortó, más rápido incluso que cuando las balas volaban sobre mi cabeza en el campo de batalla. Cuando llegué al lugar que me había indicado mi madre, pude ver a seis hombres a los que apeaban contra la pared. Ahí estaba mi padre con la mirada hundida en vergüenza. Prieto y sus hombres estaban a preparando sus armas para ejecutar a los prisioneros. Llegué antes de que abrieran fuego, suplicando que detuvieran la ejecución, él que estaba ahí era mi padre. Prieto advirtió que sí seguía con la protesta, me mandaría fusilar a mí también.
Mi padre me miró con pesar, también estaba Pedro, el chico que me seguía a todas partes con admiración. Me acerqué a mi padre y le abracé, con todas mis fuerzas, mezclando el reencuentro y la despedida en aquel abrazo, él me abrazó con más fuerza aún. "!Apartese soldado¡" Prieto alzaba su fría voz mientras miraba la escena con sus ojos de hielo. En aquel momento pensé en Pilar, esperándome eternamente, y esperando a Santiago también , jamás le dije que yo le quité la vida a su amado.. Pensé en Murillo, si valió la pena cumplir la orden que quitó la vida a mi amigo, pensé en el país que había soñado que nada tenía que ver con esto, un nuevo país levantado sobre miles de muertos, pensé en mi familia y en mi padre, yo era uno más de los que le condenaban, ya no me quedaba nada. Tiré mi pistola, me quité las insignias del uniforme y me coloqué en la pared junto a mi padre. Padre me pedía que me apartara y yo negué firme y decidido con la cabeza, él miraba orgulloso con una sonrisa y lágrimas en los ojos "!No se lo repetiré más, abriremos fuego¡" . El tono de Prieto se elevó sobre el luto del lugar. Pedro negaba con lágrimas en los ojos, me pedía que me apartara. Siete hombres estaban ante nosotros para darnos la muerte, conocía las caras de cada uno, había combatido junto a ellos. Seis fogonazos salieron de sus fusiles a la orden de fuego. Vi a mi padre caer a mi lado junto a los otros cinco prisioneros, yo seguía con vida, nadie se atrevió a dispararme.
Incluso Prieto me miró con misericordia y miró a sus hombres, estaba dispuesto a perdonarme la vida, pero yo no me moví de aquella pared, sentía mis lágrimas resbalando sobre mis mejillas, no me quedaba nada por lo que creer, tenía dos opciones, vivir como un cordero el resto de mis días o morir como un hombre. Prieto ordenó a sus hombres que se movieran, a mí también me lo ordenó, pero seguía quieto ahí, como una estatua. Alcé mi brazo izquierdo con el puño cerrado, los ojos de Prieto se abrieron incrédulos, ordenó a Pedro que me apuntara. Pedro lloraba, no quería hacerlo, no quería quitarme la vida, yo le decía que lo hiciera, por fin entendí lo que sentía Murillo cuando tres años atrás le quité la vida, o eso quise creer. Pedro se quedó ahí bajando su fusil, Prieto ordenó a otro hombre que disparase sobre Pedro si no cumplía la orden. "Hazlo" le decía, un fogonazo salió del fusil de Pedro, sentí paz, sosiego en el dolor, y la oscuridad me invadió.
Como dije al principio de mi historia, mi nombre no importaba, Eduardo Sagasta, un hombre más que creyó en la mentira de la democracia, la mentira de la república. Soy, Eduardo Sagasta, uno más que murió en la mentira de una guerra que prometía algo mejor.
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