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miércoles, 16 de abril de 2014

Sagasta III: Tambores de guerra

Las balas que dispararía  eran para Azaña, Quiroga, Negrín o cualquiera que se interpusiera entre mi causa y yo, dirigentes mediocres que han traído la muerte y el hambre  frente a la puerta de la casa de mi familia, pero una de mis balas impactó contra el pecho de Emilio, mi amigo, un precio demasiado alto que debía pagar por devolver la grandeza a mi país. Tengo una bala más reservada en mi fusil, es para aquel oficial hijo de mil padres, Luis Prieto, que me obligó a acabar con la vida de Emilio. Por otro lado, Riego, se disculpaba continuamente con palabras o invitándome a beber, por haberme encañonado con su arma, yo le entendía, que le voy a reprochar cuando yo maté a mi amigo, yo lo veía de esta manera, el compromiso de Riego también fue evaluado y yo era el listón.

 La intentona de golpe de estado del general Mola había fracasado, las guarniciones del norte de África nos adelantamos al día señalado y eso puso en preaviso al gobierno de la república que supo frenar cualquier ataque hacia el poder que amasa. El general Franco por fin decidió entrar en el juego, maldito oportunista, se sublevó en Canarias sin oposición y acaba de llegar a Marruecos, con ese avión alquilado, recibido entre vítores por el grueso del ejército africanista como un salvador cuando hace unos días dudaba si seguir fiel a la república. Llegaron noticias de que nuestros aliados en la península empezaron a movilizarse; en el norte, en el sur, en las islas. Estamos despertando al fin de esta ilusión que a durado demasiado, traeremos al fin el orden y la paz a nuestra patria. Esperamos el momento oportuno para atravesar el estrecho y unirnos a nuestros hermanos en la batalla, mientras tanto contamos con el apoyo de los líderes marroquíes, los imbéciles republicanos bombardearon las mezquita por acabar con unos pocos de los nuestros,  nos hicieron un favor para poner al protectorado de nuestra parte, a la gente del lugar no les sentó muy bien que esos rojos atacarán su lugar sagrado.

Prieto volvió a hacer de las suyas en el puerto, muchos soldados  no superaron la prueba que tuve que superar yo, el castigo que impuso aquel sádico de ojos claros por ser sospechoso republicano consistía en atar a un par de pobres diablos al ancla de una embarcación, compañeros con los que he brindado, reído y cantado, entre ellos hombres que mantenían el temple con resignación y chicos que se hicieron hombres en el ejército y que en el momento de su sentencia llamaban a sus madres entre sollozos como chiquillos aterrorizados. Prieto hacia oídos sordos ante las súplicas y las excusas, decía que él no tenía el conocimiento de la verdad y por lo tanto no los juzgaría, de eso ya se encargaría dios. Es un asesino que nunca se ha manchado las manos de la sangre de sus víctimas, no a sentido el calor de un arma humeante, sobre su conciencia no pesa el alma de ningún hombre al que haya arrebatado la vida, un maldito cobarde que encarga a los demás la realización de las fantasías de una mente perturbada, los soldados bajo su mando acatan con la mirada clavada en el suelo por temor a correr la misma suerte, convirtiéndoles en una extraña mezcla de verdugos y corderos.

 Sumergían el ancla en el mar durante diez minutos, ninguno de nosotros aguantábamos la mirada hacia los eslabones de hierro que se perdían en las profundidades de aquellas aguas, mientras tanto, Prieto, esperaba impasible atento a su reloj de plata, sin regalar ni dejar escapar un segundo de esos eternos diez minutos, incluso después de la última burbuja de aire que subía a la superficie el oficial seguía con su peculiar cuenta atrás. Una vez la espera había finalizado, el ancla se elevaba con los cuerpos empapados en agua y sal de mis compañeros, inmóviles como muñecos de trapo. Como es de suponer nadie superó la prueba. Veinte hombres, traidores o no a nuestra causa, corrieron la misma suerte antes de embarcarnos a nuestro destino.

Llegó al fin el momento, alemanes e italianos, se habían convertido en aliados, nos prestaron ayuda para transportar a diez mil soldados entre regulares y miembros de la legión extranjera  hacia la península gracias a los aviones de transporte Junker, los republicanos trasladaron la totalidad la flota naval a Cartagena por temor a que nos apoderásemos de algún navío, aquello nos dejo vía libre para abordar el estrecho. Sentí una mezcla de euforia y tristeza mientras estaba embarcado en el Junker , la imagen de los compañeros que había dejado atrás me vino a la cabeza una y otra vez, pero aquel fue sólo un aperitivo de los horrores que viviría, no había vuelta atrás, empezaba a desear que aquel corto trayecto hasta la península durara eternamente y que el único sonido bélico que escuchara fuera el de los tambores de guerra que sonaban con estruendo mientras alzábamos la voz en aquellos cantos de revolución, acompañados de la bravuconería con la que pretendíamos hacer frente al poder y las palabras valientes que se usan para conquistar a una mujer. A la hora de la verdad, los tambores de guerra no son más que retumbes de un pasado al que de alguna manera quieres volver, porque la guerra no es un camino de rosas hasta el triunfo. La guerra es algo más real.




1 comentario:

  1. Muy bueno y directo al grano. Nada de rodeos. Desconocía lo de las anclas. Entiendo que son hechos verídicos.

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