Luis Prieto, aquel canalla que me obligo a disparar sobre Emilio Murillo, nos reunió a unos cuantos frente al hospital donde los presos republicanos guardaban su suerte. Riego también se encontraba ahí, perdonándome la vida con su mirada. Prieto, con su siniestra aura, se dirigió al pelotón, paseaba entre nosotros mirándonos de arriba abajo como si nos estuviera evaluando, hablaba de las nuevas órdenes del mando, debíamos reunirnos en Sevilla con el grueso del ejército y ahí continuar nuestro avance hacia el norte hasta llegar a Badajoz, la única provincia que resistía la sublevación en la frontera con Portugal, una vez conquistada, el oeste sería nuestro de norte a sur y podríamos aunar fuerzas con el ejército de Mola. Pero el verdadero propósito de aquel discurso no era la próxima campaña de guerra, Franco estaba decidido a avanzar sin correr riesgos, el verdadero propósito era el destino de los presos, no podíamos arriesgarnos a dejarlos atrás, dándoles la posibilidad de que se volvieran a levantar y que nos atacaran por la retaguardia. Las órdenes eran claras, no hacer prisioneros.
Unos pocos soldados tomaron la decisión con pesar, nadie lo decía, ninguna de las caras de los ahí presente mostraba una mueca de disgusto, no se atrevían, pero los ojos hablaban. A decir verdad, los presos de aquel hospital corrían mejor suerte que los que estaban retenidos en el colegio, custodiados por miembros de la legión extranjera. Nosotros, los regulares, les ofreceríamos una muerte rápida, en cambio, aquellos miembros de la legión extranjera, se recrearían entre torturas, vejaciones y humillaciones, dios sabe lo que habrán sufrido los prisionero.
Prieto decidió que las ejecuciones se realizarán en el exterior del edificio, a la vista de todos, sería un buen ejemplo para todo aquel que osara levantarse contra nosotros. Unos entrábamos a buscar a los presos para entregarlos a la muerte mientras otros disparaban en el pelotón de fusilamiento al grito de fuego. No tuve fuerzas para mirar a los ojos al padre que iba junto a su hijo, de unos catorce años de edad, el niño sollozaba mientras lo llevaban frente al pelotón, aquel era el mismo chiquillo que disparó una bala que impactó en los testículos de un soldado descuidado. Otra chica joven alzó el brazo izquierdo, cerrando el puño y gritando por la república mientras los fusiles acallaban su lema.
Entré en busca de un rojo para enfrentarle a las balas del pelotón de fusilamiento, el soldado Piqué, custodio de algunos presos, me entregó a un joven de aspecto deplorable, era Santiago, el destino hizo que el hombre que debería llevar a morir fuera el último al que quisiera ver aquel día, un hombre inocente sentenciado por celos. Santiago y yo nos encontrábamos solos recorriendo los pasillos, las estancias estaban desiertas a nuestro alrededor, el ambiente era de luto. He visto morir a muchos a mi alrededor, maté a Emilio Murillo, mi amigo, por traidor, hubiera matado a cien traidores más, pero lo de Santiago no iba a ser un ajusticiamiento, lo de Santiago era un asesinato, por un ajuste personal que no iba conmigo.
Me desvíe del camino hasta la puerta de atrás, me cercioré que nadie estuviera por los alrededores, por suerte, la guardia acababa de pasar. Santiago me miró desconcertado mientras aflojaba la cuerda que apresaba su muñeca, le dije que se marchara, que se marchara lejos, sin despedirse de nadie, ni siquiera de Pilar. Santiago me dio la mano agradecido, miro a un lado y a otro y corrió hacia la libertad.
Mientras algunos soldados lanzaban a los muertos en zanjas que habían cavado, me senté sobre una roca observando los dibujos que formaban las nubes anaranjadas, pintadas así por los últimos rayos del sol al atardecer. Dejé mi distracción para ver a Riego que parecía buscar entre las zanjas una cara familiar entre los cadáveres. El soldado dejó lo que hacía con desánimo como sí no hubiera encontrado lo que andaba buscando para a continuación, lanzarme el dardo de la sospecha con una mirada envenenada.
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