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sábado, 26 de abril de 2014

Sagasta: XIII: Bajo el amparo de la muerte.

El año treinta y seis llegaba a su fin y la ciudad  de Madrid no caía, lo que al principio vimos como un paseíllo, se había convertido en un víacrucis.  Cada metro de suelo que tomábamos era una victoria, pero  en un suspiro retrocedíamos dos pasos, probando así el amargo sabor  de la derrota. Madrid era una ciudad irreconocible, un feudo inexpugnable plagado de anarquistas y comunistas que se disputaban el mando. Aquellos hombres, los cuales no sabían quien les dirigía tras la huida de su gobierno, se habían preparado bien. Cavaron trincheras para colocar los nidos de ametralladoras y colocaron explosivos al paso de nuestros blindados. Vi con dolor como la aviación alemana bombardeaba mi ciudad, rezaba que ninguno de esos proyectiles alcanzara a los míos, si aún estaban vivos.

Nos llegaron noticias de aquella ciudad sin ley, que se había convertido en un templo de inmoralidad y pecado. Los rojos habían entrado en las cárceles ejecutando a presos y liberando asesinos, según cual fuera su condición ideológica. En Alicante acabaron de esa manera tan cobarde con Jose Antonio Primo de Rivera. Nosotros también hicimos esa clase de cosas, pero ellos nos obligaron, ellos no eran mejores que nosotros, ellos mataban a curas y violaban a monjas ¿ cómo podría dios, ver aquello con buenos ojos?

Nos batíamos en retirada a la orden de Prieto cuando dos tanques soviéticos abrieron fuego contra nosotros. Nos dispersamos para no ser un objetivo fácil para los cañones. El soldado Piqué y yo nos adentramos en una casa rural que había sufrido la sacudida de los cañones, buscamos cobertura a la espera de refuerzos. Sentí como alguien cargaba un arma, no estábamos solos.

"Mi hija...Mi mujer" un hombre con los ojos rojos por las lágrimas derramadas, nos apuntaba con una escopeta de caza repitiendo aquellas dos palabras una y otra vez. Un chiquillo de unos ocho años a su lado, agarrado del pantalón del hombre, nos miraba atemorizados. Por una de las ventanas pude ver un huerto trasero, como yacían muertas una mujer y una niña sepultadas en un cráter, puede que fuera un proyectil perdido nuestro, o puede que fuera del otro bando. A aquel hombre no parecía importarle rojos o azules, quería pagar su rabia con alguien y nos encontró a nosotros. Sin tiempo a reacción, disparó sobre mí. Después de sentir el impacto sentí fuego en el estómago, me retorcí en el suelo tapando el orificio de bala, como sí mi vida fuera a escapar por él.

Piqué aprovechó el retroceso de la escopeta para disparar hasta cuatro veces sobre el padre de familia que había descargado su ira contra mí, se desplomó en el suelo aún llorando mientras el niño aún tiraba de su pantalón. El soldado enfundó su arma y empuñó su puñal. Lentamente se acercó  al niño al que acababa de hacer huérfano, El Niño retrocedió hasta dar de espaldas con la pared. Traté de gritar luchando contra el dolor, pero no pude, apenas solté un quejido. No podía permitir aquello, desenfundé mi arma con las manos manchadas de mi sangre y acerté de pleno el tiro sobre la cabeza de mi compañero. El chiquillo salió corriendo por la puerta antes de que me desmayara y la oscuridad me invadiera.



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