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viernes, 9 de mayo de 2014

El mejor día de mi vida.

Él era fuerte, humilde en su grandeza, culto e inteligente, su cabello era negro como la noche, la noche que eclipsaba en aquel radiante día. Aún recuerdo nuestro primer beso, bajo los almendros en flor, hace tres años, en primavera, yo estaba nerviosa, buscaba mis labios con timidez, y acertó en la comisura de mi boca, yo le devolví el gesto con un beso profundo, intenso como ningún otro. Todo ese tiempo habíamos  reñido, llorado, reído, reconciliado, pero nunca habiamos dejado de amarnos. 

Por suerte no tuvo que marchar a la guerra, su talento valía más lejos de la batalla, proporcionaba nuevos diseños navales al gobierno, nacidos de su mente. Entre los invitados al enlace añoraba muchas caras, mi hermano, los  hijos de amigos de mi padre, ellos sí fueron a morir por nuestro país. Eso hace que me sienta triste, muchos de esos jóvenes marcharon a defender nuestro país y no regresarían, ni siquiera sabíamos si estarían vivos, cubiertos en trincheras,  o a puntos de morir , en un campo verde, viendo como nuestro intenso sol rojo nace de las montañas por última vez. Pero eso no importaba, la tradición dice que una boda no es alegre, es tradición, ni siquiera los novios podemos apenas tocarnos, y ya no hablemos de besarnos. Las tradiciones son así, tres vestidos para la novia y un kimono gris para el novio. 

Mi madre no lo expresaba, pero sabía que por dentro sentía alegría, por mí, por que en estos tiempos inciertos le parecía la novia más hermosa. Mi padre me miraba con una admiración que no expresaba, un brillo en sus ojos me lo decía. Esperé que pasara ya este largo día, para refugiarme entre sus brazos, y no separarme de él jamás. Nadie expresaba emoción alguna, pero por dentro percibía su felicidad, salían de la rutina de los últimos años. Mi anciana abuela sonreía con satisfacción, una lágrima de felicidad que enseguida secó resbaló por su mejilla.

Debíamos casarnos en Noviembre, el once es el número de la suerte para los japoneses, pero no podíamos esperar más, en estos tiempos oscuros, se debe vivir cada día intensamente sin esperar al mañana, eso es lo que decía él, pero yo no hacía mucho caso, a que debe temer una gran nación como la nuestra, durante los últimos cuarenta años nuestro país a crecido y se ha convertido en un gigante. Aunque los últimos años no han sido muy buenos, pero pronto nos recuperaremos y seremos felices. Esos americanos creen que son mejores que nuestros hombres, pero no lo son. Ellos al recibir una bala se retiran del combate, nuestros hombres  luchan por su honor hasta el final, aunque se dejen la vida, hasta derramar la última gota de sangre. Eso les hace mejores, más fuertes.

Pronto todo se acabaría y seríamos felices para siempre, como los niños que jugaban y reían o el recién nacido que veía  en los brazos de su madre, con toda la vida por delante y un mundo por descubrir, incluso los ancianos disfrutarían sus últimos días de paz, todos seríamos felices, todos seguiríamos con nuestras vidas aquí, en Hiroshima, o en cualquier otro lugar. Pasamos la noche de bodas hablando del futuro, de como sería nuestro primer hijo, hablamos entre besos y abrazos y apenas dormimos hasta que llegó aquella mañana del seis de Agosto de mil novecientos cuarenta y cinco.

Me asomé a la ventana alertada por el sonido de un avión, un avión que volaba muy alto. El cielo se iluminó en una intensa luz violeta cegadora, como si el infierno engullera la tierra, de improvisto, como un ladrón en las noche. No dio tiempo a reacción, todo se oscureció en la mañana despejada. En cuestión de segundos, nuestros sueños desaparecieron, todos los que conocíamos desaparecieron, y nosotros desaparecimos. 






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