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martes, 15 de abril de 2014

Sagasta II: Hermanos en el frente.

Cara a cara nos encontrábamos dos soldados y amigos con cervezas en mano en una mesa de una cantera cerca del cuartel de ciudad de Melilla. Pablo Riego y un servidor hablábamos entre susurros,   nunca se sabe quien puede poner el oído cuando se habla de traición. Él contaba con información privilegiada debido a que era hombre de confianza de oficiales que apoyaban la sublevación y yo era hombre de confianza de Riego. Me comentó que el general Mola estaba preparando algo gordo para al fin acabar con la república, el momento de la verdad se acercaba,  algunos decididos a dar el paso, otros en cambio dudaban, uno de ellos el general Franco, acomodado en sus Canarias, había mostrado vacilaciones y no se le veía implicado en la causa, parecía alguien que se arrimaba al sol que más calentaba. Interrumpimos la charla de golpe cuando un joven oficial, Luis Prieto pasaba por nuestro lado con semblante extraño y mirada gélida.

Los siguientes días después de aquella charla percibí un ambiente tenso, los soldados nos mirábamos con recelo, aunque quizás fueran imaginaciones mías, ya fuese por el calor de Julio o porque en cualquier momento debería actuar. Incluso me había distanciado algo  de mi gran amigo Emilio Murillo. Emilio era lo más parecido a un hermano que podía tener lejos de casa, él me respetaba y  admiraba por que  a pesar de venir de buena familia y haberme podido librar del servicio militar por influencias de mi padre,  decidí alistarme en el ejército sin privilegio alguno con la intención de hacer carrera.  Yo lo admiraba por su honradez y humildad, además, le debía la vida, en Tetuán se llevó una bala por mí que, gracias a dios sólo fue un rasguño. No hablábamos de política, él no se enteraba mucho, sus únicas ambiciones; comer, dormir y respirar aire.

El golpe de estado de Mola era inminente y cada vez más, las conversaciones de taberna eran más silenciosas, las miradas llenas de incertidumbre se clavaban entre hombres que meses antes habrían dado la vida los unos por los otros, éramos mayoría los que queríamos la insurrección, pero no se sabía quien podía ser una manzana podrida. Llegaban noticias de que la república, acobardada ante el león que acechaba, había ordenado la detención de cualquier sospechoso de sublevado entre nuestras filas. los mandos fieles a la causa de nuestra liberación no tardaron en reaccionar, en cuestión de horas nuestras guarniciones se hicieron con Ceuta, Melilla y Tetuán sin encontrar apenas resistencia.

Algunos soldados traidores a la causa intentaron desertar, muy pocos lograron escapar, Riego vino a verme a los barracones, dijo que Prieto, le mandaba buscarme ¿Por qué tanto interés en mí? Pronto lo sabría. Me presenté ante él en los muros exteriores del cuartel, se encontraba de pie junto a otros soldados y alguien al que habían apresado, el prisionero llevaba la cara cubierta por un un saco de harina. Prieto, tenía el aspecto de alguien pulcro que nunca había sangrado en batalla, mientras con una cucharilla removía el café de la taza que sostenía en sus manos se dirigió a mí diciendo que debía mostrar mi lealtad a la causa ¿Acaso no era yo de fiar? Ordenó qué fusilará al traidor que se mantenía a duras penas de pie frente al muro. Alguien colocó un fusil entre mis manos, Prieto, ordenó que descubrieran el rostro del traidor. De golpe baje el fusil porque frente a mí estaba Emilio.

Parecía que Emilio había sufrido una brutal paliza después de su captura, a pesar de su lamentable estado se mantenía erguido y firme mirándome a los ojos con la cara ensangrentada, yo no podía devolverle la mirada, mis piernas temblaban y mis brazos perdieron las fuerzas para sostener aquel fusil que debía acabar con la vida de mi hermano de armas. Aquel cerdo de oficial quería que acabara con Emilio por que todo el mundo sabía de mi buena amistad con él, además, quería que el preso recibiera el castigo más duro, su vida arrebatada por una persona que estimaba. Prieto insistió pero oía su voz en la lejanía aunque estuviera a dos metros de mí. Sentí una presión en la sien. Prieto ordenó a Riego que apretara el gatillo de la pistola que presionaba mi cabeza sino cumplía las órdenes. En aquel momento decidí que no podía morir por aquel traidor de Emilio. Cerré los ojos con fuerza para que la oscuridad me guardara de cualquier ápice de luz y acaricié el gatillo de mi fusil, un estruendo retumbó en el silencio, aún mantenía mis ojos cerrados cuando sentí el cuerpo de mi amigo dejar caer todo su peso sobre el suelo.


3 comentarios:

  1. Sin duda... No sé si ha sido a la tercera, la vencida, pero que por fin rasqué en ti para entregarte un blog que lleva tu ADN.

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  2. Me alegro que os guste, tengo más en el horno. Impaciente por ver que nos ofrecerá Álex

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