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lunes, 21 de abril de 2014

Sagasta VIII: Fantasmas del pasado.

La escuadra Del Rubio volvió a reunirse con el grueso del ejército nacional a las puertas de Mérida, tal y como teníamos previsto, el ejército avanzó sin descanso, sólo paraba para bombardear las poblaciones republicanas que encontraba a su paso. Era cuestión de tiempo el conseguir alcanzar al general Mola en el norte para así unir fuerzas. El general Yagüe estaba de camino para tomar el mando cerca del río Guadiana.

Avanzamos en silencio, bordeando el río, dejando los frondosos árboles que pintaban de verde el paisaje a un lado y el río en el otro, sólo acompañados por  el sonido de los motores de los vehículos, los muros de la ciudad cada vez estaban más cerca, yo seguía el paso de El Rubio y Pedro seguía el mío, como de costumbre. El Rubio fue el primero en agachar la cabeza cuando una lluvia de balas cortaron el aire, silbando sobre nuestras cabezas, levanté la vista y observe al menos diez hombres a mi alrededor en el suelo, algunos retorciéndose de dolor con las manos llenas de su sangre por querer taponar sus heridas, otros inmóviles y sin vida. Desde la otra orilla cerca de un millar de hombres abrían fuego contra nosotros, nos habían estado esperando construyendo trincheras.

Ellos eran inferiores en número, pero estaban mejor posicionados, nosotros nos cubrimos detrás de los vehículos y de los árboles cercanos, el intercambio de disparos era incesante e interminable, después de seis disparos conseguí acertar a uno, no se podía decir lo mismo de El  Rubio, parapetado en un árbol cercano cerca de mí, cada una de sus balas era una baja enemiga, el cabo disparaba tranquilo y sereno,sin cambiar un momento su estado de ánimo. Una de las veces que me cubrí para cargar mi arma, vi a Riego, mirándome mientras disparaba al enemigo a ciegas, sin apuntar, como si el objetivo fuera yo, me pregunté, si sería víctima de alguna de sus balas perdidas.

Las fuerzas de los dos bandos cada vez estaban más debilitadas, nos nos quedaba otra opción que atravesar los dos puentes, el romano y el del ferrocarril, para alcanzar la otra orilla, aunque eso nos expusiera ante el enemigo. Así lo hicimos, nuestros vehículos atravesaron el puente  romano, alguien se dio cuenta de que los republicanos habían colocado cargas explosivas en los pilares de la construcción romana y se lanzó a desactivarlos. Nuestro pelotón se quedó ofreciendo fuego de cobertura para todos esos hombres que cruzaban a la otra orilla, muchos cayeron. Al ver que los primeros soldados llegaban a la otra orilla, muchos milicianos se batieron en retirada y unos pocos valientes se quedaron para morir. Prieto ordenó que alcanzáramos a los republicanos que huían cruzando el cauce del río, unas rocas que sobre salían del agua allanaron nuestro camino.



Nos dividimos en grupos de dos, a mí me tocó con Navarro, aún no había superado la pérdida de su amigo García, cada muerte que le daba a un miliciano se la tomaba como algo personal. Avanzábamos mientras se escuchaban algunos disparos solitarios a nuestro alrededor, sabía cada trueno significaba una vida segada, un hombre menos que defendería a su república, cada vez los disparos se oían más lejos, nos estábamos alejando demasiado, adentrándonos entre los árboles. Se lo advertí a Navarro, pero el no quería parar hasta dar caza, al menos, a uno de los milicianos. Cuando llegamos a un claro, distantes del pelotón, una voz a nuestra espalda ordenó que tirásemos las armas al suelo, sin darme la vuelta así lo hice, Navarro titubeo un instante, al final cedió y tiro con rabia su fusil al suelo. Nos dimos la vuelta tal y como nos pidió aquella voz, una veintena de hombres nos apuntaban con sus armas. Uno de ellos discutía con el que parecía que estaba al mando, le decía que necesitaban prisioneros, Mérida iba a caer y nos llevarían a Badajoz como seguro, en caso de que las cosas se torcieran, el hombre que parecía estar al mando aceptó a regañadientes, parecía que su deseo era matarnos ahí mismo. Me sorprendió la insistencia de aquel hombre por quererme con vida, como sí me debiera algo, pero más me sorprendí al ver que aquel hombre era Santiago, el joven por el que arriesgue mi vida en Cádiz, incumpliendo las órdenes directas de Prieto, salvándole del pelotón de fusilamiento.


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