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martes, 22 de abril de 2014

Sagasta IX: El cielo cae sobre nosotros

Fuimos capturados por aquel grupo de milicianos, encabezados por un hombre de evidente cojera al que llamaban El Parra. Nos subieron en un camión que no tardaría en ponerse en marcha. Durante el trayecto, uno de los milicianos, sentado frente a mí, un soldado con cara de simio y tan grande como tres hombres, jugueteaba con su cuchillo en sus manos mientras me miraba desafiante a los ojos, en ningún momento le aparté la mirada. La cabeza de Navarro acababa de recibir el tercer golpe de culata por maldecirlos y acordarse de sus madres, un miliciano de poca paciencia lanzó en voz alta la pregunta, sí era necesario mantenernos con vida, sabía que en cualquier momento aquellos hombres podrían cansarse y dejarnos en la cuneta con un disparo en la nunca, en el mejor de los casos.

En poco más de una hora atravesamos los muros de la ciudad de Badajoz. Santiago nos bajó del camión, el pensar que le salvé la vida por creerle inocente me daba náuseas, por otro lado, sino hubiera sido por él, lo más seguro es que esos palurdos me hubiesen ejecutado en el lugar mismo donde me capturaron. Soldados republicanos, milicianos, y ciudadanos curiosos se agolparon por ver a los presos antes de entrar en los calabozos del cuartel, en una especie de desfile de la vergüenza lleno de insultos y deseos de muerte. Me acorde de Emilio Murillo, aquella era su tierra, quizás tuviera una familia como la que a mí me esperaba en Madrid, me pregunté si alguien de los que nos insultaba y nos deseaba la muerte le llegó a conocer como yo.

A Navarro y a mí nos encerraron en la misma celda, a golpes, nos trataban como a animales de granja, aunque el que se llevó la peor parte fue mi compañero, no sabía mantener la boca cerrada. A la noche de aquel día, el miliciano que me miraba desafiante en el camión nos trajo dos platos de caldo caliente, los dejó en el suelo, se bajó los pantalones y orinó sobre ellos mientras se reía, nos dijo que esperaba que nos gustara la cena, por que el se encargaría de traerla cada día.

Pasé la noche en vela, cuando la luna bañaba con su luz  los barrotes en plata, Santiago relevó al soldado que nos cuestionaba, sorprendentemente sólo dirigía palabras de agradecimiento y admiración hacia mí, evidentemente hice oídos sordos a todos sus halagos , me negaba a escuchar a un traidor mentiroso como él. Me dijo que él estuvo de nuestra parte hasta el momento en el que Riego le hizo prisionero, decidió cambiar de bando al ver los horrores que los nacionales cometimos, huyó hacia el norte cuando le di la libertad y encontró al grupo de El Parra que le aceptó en sus filas.

Navarro estaba despierto, montó en cólera cuando escucho la historia de como había dejado escapar al joven Santiago, si no hubiera estado engrillado a la pared me hubiera estrangulado, Santiago le mandó callar mientras mi compañero me insultaba, como Navarro hacía caso omiso Santiago entró en la celda propinándole un revés que le silenció. Santiago se acercó a mí y en voz baja me ofreció un trato, me propuso cambiarme a su bando, había hablado con los suyos, a la mayoría les pareció bien la idea, necesitaban hombres como yo. A cualquier otro les hubiera parecido un trato tentador para salvar el culo, pero yo, lo rechacé. Santiago se marcho indignado mientras Navarro me repetía una y otra vez que me haría fusilar sí salíamos de esta.

A la mañana del cuarto día, alguien perturbo mi sueño de una patada en la rodilla, dolorido y con la vista aún borrosa, vi al cerdo que meaba en los platos de caldo noche tras noche, me golpeó con furia preguntando el porque no nos habíamos comido la sopa, Navarro le tiró su plato acertando de lleno en la cabeza del simio, el miliciano se giró con rabia hacia Navarro, yo imite a mi compañero con mi plato, el simio apestaba empapado de su orina. Cegado por la ira, el miliciano esgrimió el cuchillo con el que le gustaba jugar, cerré los ojos pensando que aquel sería el fin, su mano agarro con fuerza mi cabello para evitar que moviera la cabeza, sentí la presión del frío metal desgarrando la piel en mi cara mientras mis brazos luchaban contra la fuerza de aquel gorila. Los gritos de dolor se escapaban por mi boca, Navarro lanzaba insultos al miliciano mientras que mi agresor cada vez se encendía más.


Algo sacudió la tierra cuando mis fuerzas más agotadas estaban, el miliciano paró de repente y alzó la cabeza, como un ciervo al escuchar crujir una rama. Una segunda sacudida hizo que el simio abandonara la celda a toda prisa. Tal vez el general Yagüe hubiera llegado a las puertas de la ciudad y hubiera mandado un bombardeo sobre nosotros. Respiré aliviado al ver que había una mínima posibilidad de salir con vida, pero al ver la cara de Navarro sentenciándome con un gesto, simulando que se rajaba el cuello con su dedo pulgar y esbozando una sonrisa maligna, mi optimismo se desvaneció.



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