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jueves, 17 de abril de 2014

Sagasta IV: Vidas interrumpidas

Se resistían a creer que los días de su gobierno corrupto habían llegado a su fin, el frente popular había llamado a las armas y catetos, que sólo sabían de guerrillas por las tertulias  de taberna, se echaron a las armas. El panadero dejó de amasar la harina para jugar a ser soldado, el herrero decidió grabar a fuego su nombre sobre la piel de hombres buenos que caían, las manos del artesano se alzaban contra nosotros, los campesinos dejaron las cosechas para abonar los campos con los cuerpos de los nuestros y lo peor de todo fue que estaban liderados por soldados que se negaron a seguir nuestra razón. Nuestros hermanos de armas se encontraban al límite de sus fuerzas en la ciudad de Cádiz, los mataban llamándoles traidores, algunos murieron esperando nuestra llegada, lo mismo pasaba en otras capitales andaluzas. Riego a mi lado se encontraba deseoso por pisar tierra, sus ojos se llenaron de cólera al ver a lo lejos la ciudad donde se crió, amenazada por la resistencia republicana.

A nuestra llegada la balanza se decantó a nuestro favor, curtidos en cuarteles y en parajes inhóspitos, aquellos mentecatos no eran rivales para el poderoso ejército Africano, como la pisada de un gigante sonaba nuestra marcha al llegar a tierras ibéricas. El sol brillaba rojo sobre la ciudad como ningún día lo había echo antes, no se apreciaba una gran devastación, pero sí columnas de humo escupidas por el fuego, algunas ráfagas de disparos indicaban que no nos lanzábamos hacia una gran batalla sino hacia la resistencia de unos pocos hombres abrazados a la esperanza, resistiendo y esperando en vano el apoyo por parte de la república. Limpiamos las calles de aquella escoria roja mientras auxiliábamos a nuestros aliados, con la guardia alta  la muerte  esperaba  al girar cualquier esquina, al adentrarnos en algún callejón y desde cualquier balcón o ventana entrecerrada.



No eran soldados, pero lucharon con bravura, defendiendo una causa perdida, no estaban ni mucho menos organizados, simplemente hacían lo que tenían que hacer, entregar sus vidas a la suerte. Al escuchar el rugir de los cañones del gigante, muchos lanzaron sus armas y huyeron hacia el norte, otros  siguieron luchando, aún sabiendo que no vivirían para ver el mañana y los que alzaron las manos en rendición, fueron hechos presos. Aquellos hombres no habían nacido para la guerra, sino para alimentar a sus hijos mediante el duro trabajo de largas jornadas.

Ni mucho menos la guerra había acabado, la mayor parte de las capitales andaluzas fueron liberadas de la influencia republicana,  Zaragoza también respondió a la llamada nacional de la sublevación, habíamos conseguido gran parte de las ciudades del norte como Lugo y Oviedo, en las dos Castillas sólo resistía Toledo y en Baleares la isla de Menorca era la única que aguanta nuestro envite. España quedó dividida en dos, la lucha acababa de empezar. Las vidas de tantos debían quedar en pausa, interrumpidas, hasta alcanzar la completa unidad de nuestra gran nación.

La situación pronto se estabilizo en la ciudad, mi moral y la de muchos otros compañeros había subido después de esa gran victoria, esa misma noche Riego yo y Pedro Reverte, un chico de diecinueve años inexperto entre nuestras filas, nos quedamos en la retaguardia. Riego nos invitó visitar su hogar donde sus padres nos recibieron con los brazos abiertos, al salir de la casa el semblante de Riego se transformó, miré hacia donde él dirigía la vista encontrando a una bella joven morena de piel cobriza junto a un chico de ropajes sucios en actitud cariñosa, parecían amantes. Mi amigo se acercó, saludó a la chica y ella le devolvió el saludo con un efusivo abrazo, la chica  le presentó a su querido y Riego estrechó la mano del chico e intercambiaron palabras que no llegué a escuchar. Riego volvió juntó a mí y me confesó con pesar que siempre había estado enamorado de la chica, su nombre era Pilar, le anime dándole palmadas en el hombro y nos marchamos seguidos por Pedro, noté como Riego seguía mirando atrás resignado, como un perro al que habían abandonado.

La mañana siguiente debía hacer guardia, custodiando a algunos presos capturados durante las jornadas de resistencia, no los encerrábamos en cárceles, usábamos pasillos de colegios y hospitales donde los manteníamos sentados en el suelo maniatados hasta que los mandos decidieran que hacer con ellos. Muchas veces los detenidos se hacían las necesidades encima, impregnando el olor en las paredes. Los pasillos del hospital al que acudí estaban llenos de presos, ancianos, hombres robustos e incluso niños que habían sostenido un fusil por primera vez. Saludé a Riego que había dejado la tristeza del desengaño amoroso del día anterior y pareciendo más optimista que de costumbre, estaba con alguien al que había apresado, cuando me fijé en aquel preso no pude salir de mi asombro, era el chico con el que Pilar, la amada de Riego, estuvo flirteando la noche anterior.




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