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domingo, 20 de abril de 2014

Sagasta VII: Los rojos prados

Partimos hacia el norte recién empezado agosto, evitamos poblaciones para avanzar a través de los campos sin miedo, que miedo íbamos a tener cuando nuestra superioridad era evidente, Joan March, un importante banquero del país, financiaba nuestra guerra, su dinero servía para pagar a los alemanes que aprovisionaban a nuestras tropas con armas, vehículos y algunos productos de primera necesidad. Estábamos mejor preparados, éramos soldados profesionales, avanzábamos juntó a las unidades motorizadas y toda nuestra artillería para aplastar aquella plaga roja como a insectos.

La misión de nuestro pelotón, bajo el mando de Luis Prieto, era la de adelantarnos en el camino dejando atrás el grueso de nuestro ejército  Prieto dividió a su  pelotón en tres escuadras para peinar la zona de cualquier resistencia de la milicia y evitar que nos sorprendieran por la retaguardia a la hora de alcanzar nuestro objetivo. Nuestra escuadra se adentró en una zona de campos abiertos y hierba alta, la encabezada el cabo Fernando Cárdenas al que llamábamos El Rubio, un hombre callado y respetado, a veces quien no le  conocía lo confundía con algún extranjero debido a sus intensos ojos azules, pero era español como el que más. Riego, con el que no hablaba desde hace días, le seguía, Pedro y yo completábamos el grupo juntó a Navarro y García, dos amigos que no dejaban de contarse chistes entre ellos, sabía que algún miliciano oiría sus carcajadas a kilómetros, pero El Rubio no decía nada, concentrado y callado como de costumbre.

Sentí como García caía a mi espalda, en un acto instintivo los demás nos echamos cuerpo a tierra buscando la cobertura en un pequeño muro de apenas un metro de alto, cerca de nuestra posición. García se levantó sacudiendo su bota maldiciendo, había resbalado con una moñiga de vaca. Todos reímos por su torpeza, incluso El Rubio rió disimuladamente, Navarro hacía burlas que enojaban aún más a su amigo. Un trueno sonó en el cielo despejado, todos volvimos a la realidad, todos menos García, con dolor puso una mano en su espalda y con un débil gemido se desplomó, tiñendo de rojo el prado.

"!Disparad a los huevos¡" La voz procedía de una columna de árboles  cercana frente a nosotros. Conté un grupo de unos veinte hombres, lanzando todo tipo de insultos mientras buscaban nuestra muerte. El Rubio ordenó que nos mantuviéramos a cubierto mientras las balas volaban sobre nuestras cabezas, todos acatamos la orden, todos menos Navarro que con lágrimas en los ojos disparaba despreocupando por su vida, con su rabia alcanzo a dos milicianos, El Rubio lo tiró al suelo antes de que una bala le alcanzara a él. Pronto llegaron nuestros refuerzos desde el franco izquierdo, unos treinta soldados antieron fuego a discreción, el cruce de disparos duró poco, al verse superados aquel pequeño número de hombres huyo abandonando su cobertura siendo alcanzados por las balas de nuestros refuerzos, uno de ellos corrió hacia nuestra posición suplicando por su vida durante la carrera, El Rubio silenció sus palabras con un disparo certero en su cabeza.

Pasado el peligro, nos unimos a los refuerzos arrastrando el cuerpo de nuestro compañero caído, agradeciéndoles el apoyo, el sargento del pelotón , Filadelfio Ventura, estaba junto a dos hombres maniatados sentados en el suelo, decían que los milicianos les habían capturado por apoyar a los sublevados, Ventura decidió liberar al primero, con rapidez aquel hombre liberado recogió el fusil en el suelo de uno de los milicianos caídos y disparó a Ventura, causándole una muerte instantánea, dos soldados abrieron fuego contra aquel perro que acababa de matar a su sargento. El segundo preso miraba desafiante a los demás hombres que se acercaban a él jurándole la muerte, una lluvia de patadas interminable ofreció una muerte cruel a aquel traidor. Al parecer aquellos dos hombres aprovecharon la huida de sus compañeros para cubrirse y atarse ellos mismos ofreciendo una interpretación perfecta.



Esa experiencia me sirvió  para conocer mejor a mi enemigo, aquellos dos hombres hubieran podido irse de rositas, pero entregaron su vida por matar a uno solo de nosotros en una acción tan suicida como inútil. Yo no quiero morir, quiero vivir por ver el nuevo país que creáremos, quiero estar junto a madre y padre, reñir con mi hermano y proteger a mi hermana. Quizás  aquellos hombres eran más fuertes que yo, no discuto su valentía, quizás lo hubieran perdido todo y no les quedaba nada por lo que luchar. Lo que está claro es, que yo no soy como ellos, no estoy dispuesto a perder mi vida de una manera tan estúpida.


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